El arroyo Maldonado

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Del libro “La Balsa – Entre Cuentos y Relatos”, Florida, 1971 E. Máximo Tassano EL ARROYO MALDONADO


Es en su cauce muy manso y su canal muy baja y angosta; pero desbordado, que puede serlo por lluvias torrenciales o por sudestadas que lo llenan con agua de mar, adquiere una profundidad suficiente como para hacer nadar a los caballos y una anchura que de veras asusta. En el primer caso la corriente se hace impetuosa y en el segundo, ese consecuente desaparece, persistiendo solamente el de la profundidad. El paso está muy cerca de San Carlos.


Era necesario salvar la dificultad de su cruce en las crecidas para no quedar en descampado e interrumpir el viaje. Previéndolo, el mayoral dejaba en la casa de un vecino amigo, una maroma de alambre grueso.


Se cruzaban los pasajeros, las encomiendas, el dinero, la correspondencia, los almohadones y los arreos en bote hacia la otra orilla, haciéndose los viajes que correspondieran; se hacían pasar los caballos a nado en forma de que fuera fácil y seguro volverlos a prender y continuar el viaje. El pase de la diligencia era el último acto. Para ello se ataba la maroma de alambre a la lanza y la otra punta se llevaba en bote hasta la otra orilla, donde se le ponía un balancín en el que se le prendían generalmente tres caballos que, tirando, pasaban el vehículo con las ventanillas totalmente abiertas por las que corría el agua a borbotones, produciendo grave suspenso entre los que no sabían que allí la corriente, nunca fue suficiente como para volcar o arrastrar al pesado armatoste de una diligencia. Siempre se salía con bien de esa situación.


Pero, un buen día estaba de Dios que el mayoral debía pegarse soberano susto. Para pasar los caballos, el cuarteador debía arrearlos montado en otro y pasar también el arroyo.


Previas severas recomendaciones, el susodicho se metió en el agua y al llegar a la parte en que el caballo perdía pie y empezaba a nadar, éste, mal nadador sin duda, se hundió desapareciendo de la superficie con jinete y todo. “Hay caballos maturrangos para el agua”, dijo después el mayoral. En general, el caballo maturrango, al hundirse, despide al jinete de su lomo y ahí radica el peligro de que éste se ahogue. Pero esta vez – bendito sea Dios – el cuarteador apareció con su caballo en la superficie, siempre jinete del mismo y ya haciendo pie en el lecho del arroyo y todo no pasó de un buen susto que provocó la reacción del mayoral con un estentóreo “ya te ahogaste hijo de una gran p…”, lo que mereció la consiguiente disculpa con un “perdón señores; pero creía que se me ahogaba el cuarteador y no pude con mis nervios”. Nuestro hombre fue siempre así: exigía el cumplimiento del deber y no admitía el miedo; pero defendía a su personal aún a costa de una mala palabra en la que siempre aparecía la grandeza de su alma y su temple de acero.


Después del susto de todos, como una compensación, quedó la nota risueña y cómica para ser comentada.




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