Relatos de Máximo Tassano, hijo del Mayoral de La Comercial del Este

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Colección de relatos de Estanislao Máximo Tassano.


Textos publicados en el libro "La Balsa, entre cuentos y relatos":



La Diligencia del Mayoral Tassano:


“La diligencia fue el primer “ómnibus” o medio de locomoción colectivo de pasajeros y encomiendas que hubo en el país con carácter de empresa de recorridos y horarios fijos. Antes la gente se desplazaba preferentemente a caballo, algunos, en volantas y los menos, en carretas.

Era un carromato en el que cabían de diez a dieciséis personas, cerrado, con ventanillas que se levantaban o bajaban a voluntad del pasajero. Constaba de tres partes útiles a sus fines: la principal era la cerrada y con ventanillas, donde viajaba la mayor parte de los pasajeros, resguardados del frío, la lluvia y la tierra que, a pesar de todo, se colaba sin permiso...; el pescante, donde iba el mayoral y aun pasajeros que preferían el panorama abierto, la contemplación del trabajo de los caballos y del cuarteador; y, por último, el techo, denominado baca, bordeado de un enrejado de hierro destinado a las encomiendas y equipajes, que se aseguraban y protegían con una lona impermeable que se ataba a los bordes del enrejado.

Tenía dos ruedas traseras grandes y dos delanteras chicas. Giraba sobre poderosos ejes de hierro que debían engrasarse abundantemente antes de cada viaje. Las ruedas delanteras, mediante un simple mecanismo de aros de hierro y un grueso perno, giraban a derecha e izquierda, según la dirección que el mayoral deseaba dar a su rodado, utilizando las riendas de los caballos traseros, que obedecían a la intención del mayoral según fuera la rienda que tiraba, sincronizando el todo con las órdenes impartidas a viva voz al cuarteador. Este mecanismo se denominaba “tren”.

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Una lanza de madera dura unía los caballos lanceros a sus respectivas pecheras pues eran los que detenían la diligencia o en las bajadas atemperaban los desplazamientos demasiado rápidos. A los costados de cada uno de esos lanceros, se prendían sendos caballos que tiraban de balancines enganchados a dispositivos especiales. En la punta de la lanza, se enganchaba otro balancín más grande donde se prendían cuatro caballos más, llamados “boleros”, y que obedecían al cuarteador. Por en medio de esos caballos salía la cuarta que se prendía a la cincha del caballo del cuarteador, cuya misión importantísima consistía en eliminar las riendas de esos “boleros”, hacer posible el viaje en la oscuridad y llevar al todo por el mejor camino, la mejor senda o la mejor huella.

Bastaba que el mayoral aflojara las riendas a los traseros, para que estos siguieran la dirección de los delanteros que, a su vez, seguían al cuarteador. Él, viendo mejor, le imprimía dirección y velocidad interpretadas por el mayoral, el cual, con sus arreadores y azuzamientos, exigía a las bestias el esfuerzo que se requería. Eso era todo, más o menos. El resto lo imprimía el tiempo, el camino, el temporal, el arroyo, la zanja, el cañadón, el pampero, la helada y el sol.

El mayoral era, en general, dueño absoluto del rodado y de la empresa.

Manejaba desde el pescante o desde la “tabla”, asiento rústico emplazado al borde del pescante, casi junto al anca de los caballos traseros. Usaba dos arreadores: uno corto, para los tiros traseros, y otro de mango, trenza y azotera largos para los “boleros”. Todos los mayorales eran sumamente diestros en el manejo de ese arreador largo, y con las azoteras tocaban más o menos fuerte a los caballos, según el esfuerzo que se les exigía. En general, restallaban el látigo en el aire y lo hacían tan potentemente que reproducían los tiros de armas de precisión. Era tal la forma en que lo hacían y manejaban que lastimaban si se lo proponían. Lo evitaban, claro está, para mantener la integridad de sus caballos. Algunos pasajeros se sentaban en la “tabla”, junto al mayoral, y en verdad muchos gustaban de ese asiento porque la curiosidad y la emoción determinaban preferencias.

El mayoral era el único responsable de la seguridad del pasaje, encomiendas y valores que se le confiaban. Los postillones, casi siempre lugareños, esperaban la diligencia con los caballos de relevo en un corral que, ex profeso, se había construido junto a la portera del campo que oficiaba de posta y daba al camino”. (La última de las postas se ubicaba en pleno Camino Lussich, frente a la granja de fue de la familia Aime).

Todavía se guarda en la familia el arcón que solía llevar repleto de libras. Una responsabilidad que nunca midió ni cotejó el mayoral con los escasos 25 reales que ganaba con cada pasaje... La Comercial del Este, leyenda que figuraba en sus costados, jamás tuvo un vuelco, aunque sí algunas situaciones de peligro.




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