Testimonios sobre la vida y obra del Padre Domingo de Tacuarembó

De Banco de Historias Locales - BHL
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Fotógrafo: Toja.


Extracto del texto redactado por el Maestro Juan Ramón Suárez



Durante muchos años compartí, como Maestro de Su colegio Parroquial, horas inolvidables y profundas, en sus visitas a su amado Colegio, para conversar con los niños, los maestros o su Hermana en Francisco, Sor Adriana, Maestra y Directora llamada por él en 1949; compartir sus Misas, con esas homilías sencillas, pero con una profundidad que podían conmover hasta las lágrimas, llamándonos a ser todos los días "un poquito más cristianos, más parecidos a Jesús"; sus charlas, sus anécdotas, eran una lección continua de de vida misionera.


Siendo ya muy anciano, con más de 80 años, los niños asombrados, lo veían en pleno invierno, con los obreros, en lo alto de la cúpula mayor de la Catedral de San Fernando, supervisando como obrero práctico los arreglos de la misma. Llegados los recreos, algunos días, aparecía por el patio de su Colegio, envuelto en su capa marrón, paralizando los juegos y los gritos de los niños que salían a su encuentro con el afán de besarlo, de tocarlo, de acariciar sus frágiles manos o su barba blanca y sedosa como el algodón. Él siempre traía caramelos o galletitas para compartir con los pequeños y recordando sus años jóvenes, le pegaba a la pelota con su pie, ante la mirada cómplice de sus "hermanitos pequeños".


Cuando llegaba el cuatro de Mayo, día de su cumpleaños, íbamos con una delegación de niños a llevarle regalos, que con tanto amor se habían preparado: bufandas abrigadas, pantuflas, buzos, frazadas y ¡siempre muchas golosinas!. Poco o nada usaba él de lo regalado; siempre alguien tan pobre como él recibía esos abrigos, aunque él estuviera calado por el frío.


Llegar a su "celda", a su dormitorio, nos llenaba de una profunda emoción: la pobreza, su hermana pobreza era extrema; una camita de hierro, con un colchón viejo y finito, sábanas limpitas y blancas y unas mantas grises de lana, eran todas sus galas; una mesa mediana de madera era su escritorio y el lugar donde se amontonaban sus libros, revistas de su congregación, cartas y apuntes. Un ropero pequeño, de dos puertas, viejo y marrón, mostraba su poca ropa y algún hábito raído y remendado con sus propias manos. Un sostén de oratorio, daba al patio interno del Convento; allí él recibía de Dios su mayor riqueza, el sol que entibiaba el aire frío de la mañana, o el canto de la lluvia vivificante, el trinar de los pájaros o el maravilloso arcoiris de sus plantas y flores.


Era inmensamente feliz, porque se sentía amado por Dios y eso lo percibía en el inmenso amor que todos le teníamos; inmensamente rico, en la única fortuna que cuanto más se entrega y se da a corazón pleno más se acrecienta: en el amor.










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