Oficios fernandinos olvidados

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Balleneros y ballenas. Grabado, autor desconocido.


Mario Scasso Burghi


Oficios fernandinos olvidados I



Varias ocupaciones y oficios artesanales eran característicos de nuestra ciudad en el pasado, todos ellos relacionados y vinculados al mar y se han perdido y aún olvidado en el devenir de los cuatro siglos por los que se extiende la existencia de la Ciudad de San Fernando de Maldonado (del S. XVIII al S. XXI).


Los Balleneros

Su actividad se extendió desde la última década del S. XVIII, con la instalación en la Bahía de Maldonado de la Real Compañía Marítima, hasta la cuarta década del S. XIX, con la actividad de la empresa ballenera de Francisco Aguilar.

La caza de ballenas en nuestra zona, consistía en que los “balleneros”, arponeaban los cetáceos, que arribaban estacionalmente a nuestra bahía entre los meses de agosto a octubre primordialmente, a parir y a aparease, en aguas llanas y tranquilas, lejos de las aguas heladas antárticas, desde embarcaciones “balleneras”. Estas eran lanchones de madera, impulsadas a remo, con no más de una docena de tripulantes a bordo, más el arponero, el timonel y el capataz (patrón).

La técnica de caza requería acercarse a escasos metros de la ballena, lo que evidencia su valor y destreza y la maniobrabilidad y rapidez de la embarcación y sus marineros. Esto se realizaba, no en mar abierto, sino dentro de la bahía y en aguas próximas a la costa, las referencias son sobre “las ballenas que se abrigan en nuestro puerto”. Generalmente eran objeto de la caza las hembras, que eran las que más se aproximaban a la playa para parir y las crías, que permanecían en aguas llanas para amamantarse y las hembras “madrinas”, que se situaban próximas a las madres. Luego de arponeada y muerta, el cetáceo, era remolcado a remo hacia la costa arenosa, donde era varado y luego destazado en la playa, con unas cuchillas afiladas unidas a largas pértigas. Los trozos de la “manta de grasa” de unos 40 cm., que recubría al animal, eran fraccionados con cuchillas de larga hoja, para ser transportados ulteriormente a calderos, donde eran derretidos para obtener el preciado aceite de ballena. El aceite se recogía en “pipas” (barricas o toneles de madera), que se almacenaban para su transporte y ulterior comercialización. La especie objeto de caza era la Ballena Franca Austral (Eubalaena australis), (franca en la acepción: accesible, libre de impedimento alguno, exenta de trabas o dificultades). Este nombre lo recibía por ser una nadadora lenta (lo que facilitaba su arponeo) y porque flotaba luego de muerta (lo que posibilitaba su arrastre). Según precisa el Conde Luis Liniers (hermano de Santiago), refiriéndose a Maldonado: “Las ballenas se retiran a él en invierno y en el año 1791 se pudieron coger a más de treinta”.

Esta faena requería de docenas de personas, no sólo de arponeros y remeros expertos, sino además de destazadores hábiles, cocineros expertos y los proveedores de leña, transporte de barricas, etc.. En dos días se completaba la operación para cada animal, era un trabajo zafral e invernal. A principios del Siglo XX, aún persistían visibles blancas osamentas de ballenas, semienterradas en las playas de la bahía y aún del Portezuelo, cerca de la orilla, resultado de estas faenas. Muchas casas de Maldonado y aún de Montevideo, conservaban en sus patios y jardines, vértebras de cetáceos.

La Isla de Gorriti, era la principal base de estas operativas. Su playa Norte, denominada en la época “Playa Arenal” (el hoy llamado “Puerto Jardín”), era el atracadero utilizado en forma preferente por los balleneros. En ese lugar en el Plano de la Bahía de Maldonado de Oyarvide de 1803, se aprecia una suerte de escollera rompe-olas, en dirección Norte, perpendicular a la playa. En el plano colonial, publicado por Seijo en el artículo “Compañía Marítima”, en el libro “Maldonado y su región”, señala junto a la Playa Arenal: los “fogones para derretir la grasa de las ballenas” y el “depósito de las pipas del aceite de las ballenas”, en las inmediaciones estaban las edificaciones y galpones de la factoría de la Real Compañía Marítima, en la isla. Aún hoy se pueden apreciar, cerca de la playa, los restos de los fogones redondos, englobados en una gran base circular de material, utilizados para derretir en los calderos la grasa.

Existen referencias de Luis de Liniers sobre establecimientos en Punta Ballena, si existieron fueron precarios y transitorios para el procesamiento de algún cetáceo en las playas próximas. De cualquier forma el nombre de la prolongación pétrea antecede en mucho a las actividades de la caza de ballenas y se debe a la similitud de su silueta, al perfil del lomo del animal.

Una ballena franca adulta podía proporcionar casi dos toneladas de barbas (las láminas córneas de la boca) y huesos y 25 toneladas de aceite. El aceite se utilizaba para las lámparas de aceite o la fabricación de velas de calidad, con menor producción de humo, para iluminar viviendas y las calles. La primera unidad de magnitud de iluminación: “la bujía inglesa”, era la luz que producía el encendido de una libra de velas elaboradas con este componente. Además se utilizaba como base para la producción de cosméticos, desde lápiz de labios, sombra de ojos, cremas, champús, desodorantes, para uso medicinal, para la confección de pomadas para afecciones cutáneas, para productos de limpieza, jabones y detergentes y lubricantes para maquinarias de precisión. Las barbas se utilizaban para dar rigidez a las prendas de vestir (hasta mediados del S. XX se utilizaban objetos, de plástico, para los cuellos de las camisas llamados “ballenitas”) y de dar rigidez a la postura: “los corsés”, o la fabricación de fustas, calzadores, cañas de pesca y paraguas. Los huesos se utilizaban para confeccionar joyeros y cajitas, botones, piezas de ajedrez, gemelos, peines. La carne no se utilizaba, sus desechos en la playa debían despedir un olor nauseabundo.

A pesar de que Isidoro de María refiere que la mayor parte de los arponeros y marinos de la Real Compañía Marítima, fueron inicialmente ingleses, irlandeses y noruegos, la modalidad de caza de cetáceos que esta desarrollaba era la característica de los balleneros vascos, que lo hacían en las costas del Golfo de Vizcaya, desde la Baja Edad Media y las procesaban en las playas. Los anglosajones y los escandinavos cazaban a las ballenas en alta mar y luego las amarraban junto a los barcos, y las destazaban flotando el cuerpo, subiendo los trozos a bordo, donde los derretían en calderos sobre hornillos de ladrillos, aislado el fuego del maderamen y luego almacenar los productos en la bodega, actuando los navíos de “factorías flotantes”.

El registro de las embarcaciones propiedad de la compañía española en el Puerto de Maldonado, describe seis balandras y un bergantín, ninguna con el porte para procesar en ellas el cuerpo de un cetáceo y menos almacenar sus productos. Tampoco existe constancia alguna de la presencia de extranjeros en Maldonado en esa época.

Sí existió un empresario montevideano, Francisco Medina que aprestó dos fragatas, con personal inglés contratado, para la caza de ballenas en aguas de la Patagonia, pero fue frustrado por las autoridades virreinales (1784).

Varias familias establecidas en Maldonado, estaban desde 1790, vinculadas desde el punto de vista empresarial, profesional y artesanal, con esta actividad: Felipe Cabañes o Cabañas, era el Comisionado (director local), el Pbro. Francisco Portilla era el capellán (Capilla en la Isla de Gorriti), Juan de Victorica era contador, Martín José de Muñoa era maestro tonelero, Francisco Yerro y Santiago Carsín eran cirujanos, Pedro Alegre y Manuel Pérez eran dependientes. No existe el registro de los peones jornaleros zafrales: remeros, acarreadores, destazadores, etc., los que percibían exiguas remuneraciones de 6 a 8 pesos mensuales.

Si bien tanto Cabañez, como Victorica (oficial de la armada, casado con una dama de la nobleza española, Ana María de la Cámara, que falleció en la Isla de Gorriti), eran personas relevantes y debían residir en el establecimiento, los jornaleros zafrales realizaban su trabajo en condiciones penosas, viviendo en tiendas o instalaciones precarias y trabajando a la intemperie.

Por otra parte se instalaron en esta ciudad muchas familias enviadas desde España para poblar la factoría de la compañía en Puerto Deseado (Patagonia, actual Prov. de Santa Cruz, R.A.), que dado lo inhóspito del lugar, terminaron instalándose aquí. Sebastián Roso, el Comisionado en Puerto Deseado, residía aquí (su trabajo allí sería zafral).

Los productos obtenidos de las ballenas y de los lobos marinos, se cargaban en buques fletados por la Real Compañía Marítima a España, en el mismo Puerto de Maldonado, habilitado como “Puerto Menor”, con este fin en 1792. También se enviaban aquí, la producción de Puerto Deseado. Por lo menos dos navíos cargaban estos productos desde este puerto con destino a Cádiz, La Coruña y Santander, el Bergantín San Blas y la Fragata Pájaro. El Ministerio de la Real Hacienda y Aduana de Maldonado controlaba las operaciones. El abastecimiento de provisiones para estas embarcaciones y para la alimentación de los empleados y jornaleros, era una fuente de ingresos para el comercio y abastecedores locales.

En una población que a principios del S. XIX llegaba escasamente a 2000 habitantes, incluyendo a la población rural dependiente y a la guarnición militar y naval, la actividad de la compañía de pesca (se referían siempre a la pesca y no a la caza), constituía la labor industrial principal, considerando que la actividad agropecuaria se efectuaba en forma familiar y en general en no muy extensas fincas (para la época). Las cuales si requerían mano de obra zafral, podían compartirla ya que no la requerían en los meses invernales.

La ciudad la consideraba su característica ocupacional principal, como también la más importante fuente de recursos municipales. El cabildo fernandino se dirige al Rey Carlos IV, el 19 de abril de 1803, solicitándole se le otorgue un escudo, con un ancla (como puerto) y una ballena: … “como caracteres propios de la ciudad donde tiene Vuestra Majestad la famosa pesca [de cetáceos de los que se obtiene] del aceite de ballena que faena la Real Compañía Marítima”. El monarca accede a la petición municipal, otorgando por Real Cédula del 29 de agosto de 1803, los símbolos que la representan hasta la fecha. Se debe tener en cuenta que la ballena no es un símbolo extraño en la heráldica hispana, varias ciudades vascas (todas de Vizcaya) la portan en sus escudos: Lequeitio (dos), Ondarroa (una), Bermeo (una), todas asociadas a barcas de caza. También en la heráldica familiar como los escudos de los Benega, Sentis o Pernas. Existen un total de más de una decena de ballenas representando heráldicamente a familias, principalmente de Baleares y Cataluña. Lo original es la representación de los dos chorros de vapor , con el aire que exhalan las Ballenas Francas Australes de sus pulmones al emerger, por los dos orificios nasales de su dorso en “V”, precisión tal vez realizada localmente (se denominaba: “el soplo” del cetáceo).

Las Invasiones Inglesas, destruyen totalmente las actividades de la empresa española, que ya era deficitaria. Luego de la toma de Maldonado el 29 de octubre de 1806, “sus embarcaciones, efectos y útiles, fueron dados por buena presa”. La Corona Española no estuvo nunca más en condiciones de reinvertir en la empresa. Durante la ocupación portuguesa y luego brasileña, los establecimientos en la Isla de Gorriti, fueron readaptados para la guarnición militar. Puerto Deseado fue abandonado.

El empresario de origen canario Francisco Aguilar, instalado en Maldonado en 1811, retomaría el interés en la “pesca” de ballenas, como actividad secundaria a la “pesca de anfibios” en las “Islas de Lobos”. En 1835 obtiene del Gobierno de la República el derecho de pesca, desde julio de 1835 a 1845, por un pago de 150 pesos anuales. Constaba de una flota de siete balleneras (importadas de Norteamérica, más pequeñas que las españolas), una lancha, una canoa grande y una Goleta “La Loba”. Fallecería en 1840, no contando en su descendencia herederos con su capacidad empresarial. Sufriría además desde estos años la dura competencia con los buques factoría ingleses y aún más numerosos norteamericanos, que sin desembarcar cazaban las ballenas en alta mar, diezmando efectivamente la población de cetáceos en los Mares del Sur. Los establecimientos de Aguilar para el procesamiento de las ballenas y de los lobos marinos, estaba en la Playa Mansa de Punta del Este, en unos barracones y depósitos próximos a la costa. El Gobierno Portugués le había efectuado una concesión de cuatro solares en 1820, probablemente donde existía un manantial de agua, próximo a la desembocadura de la actual Calle 8. La modalidad de captura y procesamiento, dado el tipo de embarcaciones utilizadas, era el mismo que el de la empresa hispana precedente en la actividad. La actividad de estas dos empresas no tuvo otros seguidores locales, por un aspecto económico (dada la ruina ocasionada por la concatenación sucesiva de las Invasiones Inglesas, Guerras de Independencia y luego por las Guerras Civiles), dada la inversión necesaria en embarcaciones, en personal y equipamiento y además por la progresiva disminución del arribo de cetáceos a nuestras costas, por la explotación intensiva, que fue esporádico hasta la última década del S. XX. La población de la ciudad, carente de fuentes de trabajo y sin guarnición militar, descendió a la mitad a mediados del S.XIX, unos 1000 habitantes.

La ballena permanece en el Escudo Departamental y es una presencia atractiva invernal en nuestras costas.


Glosario:

Balandra: Embarcación pequeña, con cubierta y un solo palo y dos velas triangulares.

Bergantín: Buque de dos palos, con velas cuadradas o triangulares.

Goleta: Embarcación con las bordas poco elevadas, de casco fino y de dos o tres palos.

Fragata: Navío de tres mástiles y un puente, bajo la cubierta.



Dr. Mario Scasso Burghi.


Bibliografía:

Maldonado y su región. – Carlos Seijo. 1945.

San Fernando de Maldonado. – Fernando Capurro. 1947.

Diccionario Biográfico de la Ciudad de Maldonado (1755-1900). – María Díaz de Guerra. 1974.

Ballenas, Delfines y Marsopas. Materia Viva. – Richard Harrison y M. M. Bryden. 1992.

Los Balleneros Tomo I. La Aventura del Mar. - TIME-LIFE. 1996.

La Real Compañía Marítima. – María Díaz de Guerra. 2003.

Análisis de las características generales de la heráldica gentilicia española. – Luis Valero de Bernabé y Martín de Eugenio. 2007.



La “Faena de Lobos”

El otro oficio vinculado a la zona, inicialmente muy relacionado al de ballenero, que como actividad artesanal y empresarial, se extendió desde el S. XVIII hasta fines del S. XX, fue el de lobero, localmente llamado “fainero” (faenero: de faena, trabajo o tarea que requiere esfuerzo corporal). Su oficio era matar los lobos marinos, para luego inicialmente extraerles el cuero y la grasa, para luego derretirla en calderos obteniendo el “aceite de lobos”; ulteriormente sólo se aprovecharon los cueros (las pieles).

Los pinnípedos, que viven y se reproducen en las islas, son de dos clases: el lobo fino o de “dos pelos” (Arctocephalus australis), de figura más esbelta y el lobo común o de “un pelo” (Otaria byronia. Sea Lion), más robustos, los machos con ancha cabeza y cuello con melena, se llaman localmente: “pelucas”.

Los primeros pobladores de Maldonado se dedicaron a la caza de individuos aislados o en grupos reducidos, que habitualmente estaban establecidos en lugares accesibles: Punta del Este, Punta Ballena o grupos rocosos de las playas. Su interés era obtener sus pieles para vestimenta, confección de baúles y bolsos y su aceite utilizarlo en lámparas para iluminación de sus viviendas. Pero los iniciales cazadores de lobos marinos fueron los indígenas cazadores y recolectores, que migraban estacionalmente a los “paraderos” costeros. En ellos se encontraban junto a las conchillas de los moluscos, huesos de pinnípedos, los que formaban parte de su dieta alimentaria y probablemente también de su vestimenta y en la confección de talegos.

Desde 1774, la caza de los lobos marinos se comenzó a realizar “por cuenta del Rey”, es decir como una actividad del estado, con embarcaciones que transportaban los faeneros a la Isla de Lobos (en terminología de la época a las Islas de los Lobos: en realidad dos, la principal y el Bajo Lobos), en general reclutados en la población próxima y en forma zafral. La logística desplegada debía ser mayor que la de los vecinos, ya que se transportaba además sal y leña, para el procesado de los productos y vituallas para los faeneros, durante su permanencia en la isla. Existió en la isla una “cachimba”, que proveía de agua dulce.

La matanza de estos animales carnívoros, de alimentación marina, era referida como “pesca”, era dirigida por un capataz y un número de operarios que los ultimaban con palos que tenía refuerzos de hierro en su extremo, utilizándolos como mazas, descargándolos en las cabezas, tratando de no lesionar las pieles. Se procesaba al animal muerto, “cuereándolo” con cuchillas afiladas, salando luego las pieles, enrollándolas y colocándolas en barricas; se retiraba la gruesa manta de grasa y se colocaba en calderos donde se calentaba para obtener el aceite, que se almacenaba en pipas.

El Apostadero Naval de Montevideo requería el aceite como lubricante de los mecanismos del timón de las embarcaciones, de la movilización de las anclas, de las bombas de achique (evacuación del agua de la sentina), de los cordajes y poleas del movimiento del velamen. El Cabildo Montevideano las solicitaba para utilizarlo como disolvente de pinturas para maderas, para iluminación. Durante esa época de faenas existió un capataz “de la isla”: Bernardo Guerra.

Desde la instalación del Cabildo Fernandino en 1784, comienza la reclamación de los beneficios impositivos de esta explotación para las rentas municipales, los cuales constituirían hasta la segunda mitad del S. XIX la principal fuente de recursos.

La instalación de la Real Compañía Marítima en la Isla de Gorriti en 1790, significa que ella incluye dentro de sus actividades la faena de los lobos marinos. Bajo la dirección de Felipe Cabañez la “pesca” se efectúa en forma más zafral: se comenzaba a principios de mayo y se finalizaba a fines de octubre. Con estas características se mantuvo hasta el S. XX: desde junio a setiembre o mediados de octubre, luego de las pariciones (noviembre y diciembre: lobos finos; enero y febrero: lobo común) y cuando los temporales con gran oleaje, tenían apartados los lobos machos del mar. Es de hacer notar, que el principal período de actividad era precedente al de la “pesca” de ballenas, por lo cual la mayoría de los integrantes de la cuadrillas de matanza y procesamiento, podía cumplir ambas actividades. Desde la primavera podían sumarse a tareas agropecuarias.

La importancia de la explotación de los lobos marinos para la ciudad y su cabildo, se manifiesta en la petición que este elevara al monarca en 1798, para que se le concediera un escudo en el que figurara un lobo marino. Tal vez la no aquiescencia real se debió a que la figura del lobo marino es inexistente en la heráldica hispana.

Los envíos de la compañía de “pesca” a la metrópoli estaban integrados por miles de pieles de lobo y de pipas su grasa, esto le dejaba al cabildo fernandino unos 900 pesos al año, con lo que sufragaba sus gastos y en parte los costos de la “fábrica de la iglesia nueva”.

La invasión de los británicos a la Bahía de Maldonado el 29 de octubre de 1806, significó el fin de la operativa de la Real Compañía Marítima, porque ocasionaron “el desmantelamiento de todos sus efectos, embarcaciones y útiles”, dejando además abultadas deudas. Su ruina ocasionó que existieran particulares que se interesaran por proseguir la explotación de los lobos marinos, dada la imposibilidad del Estado Español de continuarlas por su cuenta y estando por otro aspecto ávido de recursos. En 1808 los primeros concesionarios fueron el empresario José Braña y el alcalde fernandino Juan Manuel Fernández, por decisión del virrey, por dos años. Pero en 1810, ya por orden del Gobernador de Montevideo (producida ya la Revolución de Mayo), se le concede por un año, al nuevo Alcalde de Maldonado Antonio de la Fuente, que inicialmente se había opuesto a la ocupación de la ciudad por las fuerzas montevideanas. En 1811 se remata la concesión, obteniéndola Gestal, quien sufre los avatares de la Revolución en la Banda Oriental, la toma de Maldonado por los patriotas y la retirada de los españoles, “pues la gente de la dotación de la lancha se dispersó”; “calcula que le quedarían en la isla, 700 cueros salados de los 6000 faenados”; “teniendo allí, expuestas a la inclemencia: gran cantidad de sal (probablemente inservible), útiles de todas clases, 100 barriles de aceite de lobo y 12 toneladas de “grasa en rama”[no procesada]”. También precisa en un informe elevado a las autoridades montevideanas, que su lancha era la única existente en el puerto. Consecuencias económicas de la revolución.

Establecido el Gobierno Portugués en Montevideo y Maldonado, en 1816 la concesión de la “pesca de anfibios” recae en Diego Novoa, vecino fernandino de origen gallego, ya asociado al empresario canario Francisco Aguilar avecindado aquí desde 1811, que será el concesionario durante las próximas décadas, hasta su muerte en 1840. Si bien el procesamiento inicial se efectúa en la isla, los depósitos y se sitúan en la Punta del Este. En Maldonado tenía la “casa de la sal”, con 80 fanegas para salar las pieles de lobos. Además contaba con una verdadera flotilla de embarcaciones: una goleta, siete balleneras, una lancha y una canoa grande. En estos tiempos debe afrontar por un lado la acción pirática de los buque balleneros yanquis y británicos que se dedican en cualquier época del año a matar lobos marinos, incluso haciendo explotar cargas submarinas o ultimándolos con fusiles, exterminando indiscriminadamente sus poblaciones, para obtener sus productos, procesándolos en los mismos barcos. Por otro lado, la Guerra de Independencia (1825-28), obstaculizaba el comercio de los productos, D’Orbigny durante su visita a la ciudad en noviembre de 1826, relataba que Aguilar tenía en depósito desde hacía dos años más de 10000 pieles de lobo. Los portugueses inicialmente y luego los brasileños fueron otorgantes del beneficio de la explotación a Aguilar, éstos tuvieron particular inquina contra él, contribuyente de la Cruzada Libertadora, llegando a organizar incursiones a Maldonado, para capturarlo desde su base en la Isla de Gorriti. El personal era fernandino en su mayor parte, así como los proveedores, como Juan Machado propietario de un importante almacén, que suministraba la galleta “para los operarios de la faena de la Isla de Lobos”. Su capataz en la isla era Joaquín Gómez. La concesión de explotación se mantuvo en manos de Aguilar durante la república independiente, gracias a su vínculo de relación personal con Fructuoso Rivera.

Muerto Aguilar y en plena Guerra Grande (1838-1851), desde 1843 a 1865, la explotación se realizó por cuenta de los hermanos Samuel y Alejandro Lafone, concedida inicialmente por el Gobierno de la Defensa de Montevideo, así como la Punta del Este. Ya no existieron empresas radicadas en Maldonado con envergadura para afrontar un emprendimiento de esas características. Sin embargo, el personal y los proveedores continuaron en gran parte siendo locales. Distintos concesionarios, muchos de ellos con conexiones con los gobiernos de turno, militares o políticos, tuvieron destacada influencia, pues constituían sus gravámenes fiscales el principal aporte durante el S. XIX y principios del S. XX, de la administración departamental. Lo recaudado por dicha explotación, permitió construir las escuelas de Maldonado, Pan de Azúcar y San Carlos, las comisarías del interior y la finalización del templo parroquial fernandino (1885-1895). Su influencia era tal, que postergaron la instalación de un faro permanente en la isla hasta 1906, por el temor que esta señal luminosa ahuyentara a los lobos. Incluso hicieron retirar una señal luminosa de peligro, colocada allí en 1858, a los dos años de su instalación. Decenas de embarcaciones de variada nacionalidad y tonelaje, tuvieron percances, o se hundieron en los arrecifes y restingas rocosas de la Isla de Lobos, lo que provocaron numerosas reclamaciones de las empresas marítimas y aún de estados nacionales.

Por otra parte la inexistencia de una Armada Nacional que protegiera los intereses marítimos, hizo que los concesionarios continuaran enfrentados a la competencia de la caza clandestina de los balleneros y loberos norteamericanos, británicos, canadienses y chilenos. La explotación de las empresas y también de las actividades clandestinas, se extendían a las islas de La Coronilla, de Castillos y en el Cabo Polonio. La cuantía de la extracción de pieles y aceite fue máxima en las dos últimas décadas del S.XIX y los primeros años del S.XX, alcanzando los 20000 animales sacrificados anualmente.

Durante el S. XX, el Estado Uruguayo a través del Instituto de Pesca, toma el control de la faena de lobos marinos en 1923, coincidiendo con una merma en la matanza de animales, debido a la explotación intensiva. En 1950, la nueva dependencia estatal: el Servicio Oceanográfico y de Pesca (SOYP), impone directivas en cuanto a la muerte sólo de machos adultos, lo que permitió en forma paulatina la recuperación de la población de animales.

La mayor parte de los “faeneros de lobos” eran miembros de familias características del vecindario fernandino, generalmente de pobres recursos y conchabados para un trabajo zafral invernal y de no muy remunerativa expectativa, en un medio de muy escasa oferta laboral. Muchos de ellos pertenecían a grupos familiares, con lazos consanguíneos o por enlaces, es decir, el oficio era ejercido por abuelos, padres, hijos, primos, sobrinos y cuñados. Existieron personajes como Ramón de la Cruz Acosta, faenero de Aguilar, sus hijos: Silox, que se inició en las matanzas en 1856 y fue capataz entre 1863 y 1896 y Oroniel, que lo sucede como capataz desde 1897 a 1900. Sus familiares Santiago, José Benigno, Nicomedes, Ciriaco y Rogelio, también tuvieron este oficio. Otra familia vinculada eran los Valdivia, Isidro fue capataz entre 1924 (ya empleado del Estado) y 1956 y varios de sus hermanos, entre ellos Marcelo, Norberto y dos sobrinos. También fueron faeneros los hermanos Pedro y Laureano García.

Varios fernandinos estuvieron asociados a la faena a lo largo de 200 años: Leandro de León, Bernardo Gutiérrez, Inocencio Cairo, Francisco Ayola (capataz en 1817-19), Felipe Barboza, Gregorio Gómez, Benigno Valdéz, Albino Chalar, Miguel Rodríguez, Manuel Sánchez, Blas Rodríguez, Domingo Montañés, Francisco Cruzado, Rudecindo Arredondo, Eustaquio Rivero, Natividad Torres, Bernabé Silvera, José Rebolledo (mayordomo en 1893), “Tragaviento” Pérez, Cecilio Rivero (el último capataz de origen fernandino entre 1956 y 1966). Muchos de estos apellidos aún forman parte del vecindario local. En la década del 70 ya no hubo fernandinos ocupados en la “zafra”, la oferta de mano de obra más remunerativa y menos arriesgada, vinculada al turismo vacacional de la zona, hizo que la mayor parte del personal fuera rochense.

Los faeneros de lobos eran individuos habituados a una tarea muy ruda y en condiciones climáticas desapacibles. Durante los meses invernales se debían trasladar desde la Bahía de Maldonado y luego desde el Puerto de Punta del Este, en embarcaciones de pequeño calado, para poder desembarcar en la isla, que al no tener un puerto natural, los exponía al oleaje. También el acceso al Bajo Lobos era dificultoso, donde también se efectúan matanzas. En una ocasión en 1877, la densa niebla les hizo perder el rumbo a una ballenera que transportaba faeneros, hasta que arribaron al otro día a la costa Este de la Punta del Este, habían navegado en círculo. En 1892, el Capataz Silox Acosta y diez faeneros, debieron arribar a nado a la isla, al dar vuelta contra las rocas por el oleaje, a la embarcación que los transportaba; uno de ellos consiguió trepar a una roca y ayudado con un remo, ayudó a sus compañeros a llegar a la playa. En 1921, a la embarcación que trasladaba al Capataz Isidro Valdivia y 16 compañeros, la arrastraron los vientos y las corrientes al mar abierto, siendo recogidos al tercer día de navegar “al garete” por un barco carguero (según el yerno de Valdivia: Máximo Cairo, fueron 10 días, las anécdotas con el tiempo se agrandan).

El trabajo que realizaban en invierno, con una técnica que contenía conocimiento de los hábitos de los lobos, de los vientos, de las mareas, con una considerable destreza adquirida y una operativa de trabajo coordinado en equipo. Con las indicaciones del capataz, los “punteros” se desplazaban en silencio y lentamente, seguidos por una “fila” de faeneros, de cara al viento, entre la lobada “echada” en las playas y en las rocas, vestidos con ropas de abrigo oscuras, la cabeza cubierta con gorros, boinas o sombreros, calzados con escarpines tejidos en lana cruda (para no resbalar en las rocas húmedas y en los excrementos de los pinnípedos), interponiéndose entre los animales y el mar, para impedir su huida, realizando el “cerco”. Luego se producía el ataque a los lobos (“la corrida”), matándolos a golpes en el cráneo, para no estropear las pieles, con los largos mazos con extremos de hierro. Esto los exponía a mordeduras, caídas, fracturas, cortes y amputaciones (en ocasiones con accidentes mortales: en 1874, Emiliano Leyte, brasileño). Luego arrastraban los cuerpos a la zona de faena, existieron burros en la isla utilizados como animales “de tiro”, donde se cuereaban “a cuchilla”, se les retiraba la manta de grasa, se salaban los cueros que se colocaban en barricas, se derretía la grasa en calderos para obtener el aceite, este se almacenaba en toneles. Luego los recipientes eran cargados en las embarcaciones y llevados a la costa. Todo este proceso, con sucesivos rodeos y matanzas, se realizaba a lo largo de por lo menos tres meses. En ese lapso los faeneros se alojaban desde el s. XIX, en habitaciones de paredes de piedra del lugar y pisos de madera o de tierra apisonada, con techos de tejas. Existía un depósito para la sal y almacenes para los productos y vituallas, todos construidos de piedra. Las condiciones de abrigo, sanitarias, de higiene, eran muy precarias, principalmente cuando podían estar aislados durante los temporales invernales. A mediados del S.XX, ya por cuenta del SOYP, los animales se arreaban hacia corrales, donde se seleccionaban los animales a sacrificar, con un “capataz de cancha” y se mejoraron las instalaciones de la factoría y de las habitaciones.

El oficio de faenero o lobero desapareció luego de la suspensión de las zafras comerciales en 1991, al ser suprimido ILPE (Industrias Loberas y Pesqueras del Estado), que había sustituido al SOYP. No existía interés internacional por las pieles de lobo para vestimenta y el aceite era sustituido por otros lubricantes. Se cerraron así, más de 200 años de actividad, que fue distintiva del departamento. Los lobos marinos permanecen en las islas, recuperando su población y comienzan a reconquistar áreas, como el Puerto de Punta del Este, constituyendo otro de los atractivos para el balneario.


Dr. Mario Scasso Burghi.


Bibliografía:

Maldonado y su región. – Carlos Seijo. 1945.

Diccionario Biográfico de la Ciudad de Maldonado (1755-1900). – María Díaz de Guerra. 1974.

Isla de Lobos. – Isaías Ximenez y Eduardo Langguth. 2002.

La Real Compañía Marítima. – María Díaz de Guerra. 2003.

Análisis de las características generales de la heráldica gentilicia española. – Luis Valero de Bernabé y Martín de Eugenio. 2007



El oficio de “costear”

Una tarea propia de la población de Maldonado y característico de su pobreza de recursos, era el de “costear”. A esto se denominaba la costumbre (era un término propio de la zona), de recorrer las playas costeras, a pie o a caballo, para recoger lo llevado hasta ellas por las olas del mar.

Hay que tener presente algunas consideraciones relativas a la navegación en los pasados siglos. En primer lugar la frecuente navegación comercial de cabotaje, es decir la que se efectúa sin perder de vista a la costa, que se realizaba en los S. XVIII y XIX y comienzos del S. XX. Eso era debido a las dificultades del tránsito de mercaderías por tierra: ausencia de rutas transitables y de puentes para cruzar los cursos de agua, previas a la extensión de las vías férreas al Este de nuestro país. El ferrocarril llega a Maldonado en 1910 y a Rocha en 1928. Hasta esa fecha el Puerto de Maldonado estaba operable y el Puerto de La Paloma estaba comunicado a Rocha por ferrocarril desde 1914.

En segundo término el numeroso tránsito de buques, de tonelaje de arqueo (capacidad de carga) muy inferiores a los actuales, en la ruta del Río de la Plata y en la del Cabo de Hornos (acceso Atlántico-Pacífico), hasta la apertura operativa del Canal de Panamá en 1914. Los buques de transporte se estandarizan en 10000 toneladas de arqueo, en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). La previa capacidad de los buques comerciales estándar a vapor, era inferior a 5000 toneladas de carga y la de los buques veleros, menor a 1500 toneladas. La mayor parte del tráfico marítimo, aún transoceánico, se realizaba en embarcaciones en torno a las 500 toneladas de arqueo. En estas condiciones, parte de la carga se estibaba en cubierta, por ejemplo la madera aserrada en tablones, asegurada con cuerdas, barricas o cajones de mercaderías. Esto posibilitaba que durante las tormentas, cuando las olas barrían la cubierta, arrastraran estos artículos al mar.

En tercer elemento a considerar es el clima tornadizo de la desembocadura del estuario, lugar de confluencia de los volúmenes fluviales de la Cuenca Paraná-Paraguay y del Uruguay, con la Corriente (fría) de las Malvinas y la Corriente (cálida) del Brasil. Sumado a la dominancia de vientos marítimos del Sureste (fríos y húmedos), terrestres del Sudoeste (fríos y secos) y del Norte (cálidos y húmedos), en ocasiones con las características de temporales: “Sudestada”, “Pamperada”. Todo esto provoca frecuentes tormentas y nieblas, lo que hacía muy dificultosa la navegación a vela.

Lo cuarto a considerar fue la tardía señalización costera, los faros se comenzaron a instalar en la época colonial: Faro del Cerro de Montevideo (1802) y en la Isla de Flores (1828), Pero durante la república su instalación, principalmente en la Costa Atlántica fueron mucho más tardíos: Punta del Este (1860), Cabo Santa María (1874), Punta José Ignacio (1877), Cabo Polonio (1881) y el más moderno en la Isla de Lobos (1906). Todo esto unido a la poca precisión cartográfica, muy alejada a la actual navegación asistida por radar, sonar, GPS, etc.

Los accidentes marítimos: naufragios, varamientos y encallamientos, fueron numerosos desde la época del descubrimiento (S.XVI) y posterior colonización de la Cuenca del Plata S.XVI y S.XVII, en el eje de los Ríos de la Plata, Paraná y Paraguay: Asunción-Corrientes-Santa Fe-Buenos Aires, constituyendo la Bahía de Maldonado el punto de recalada habitual en la vía de acceso y egreso, en la comunicación Atlántico- red fluvial. La población de la Banda Oriental iniciada en el S.XVII y proseguida en el S. XVIII y el incremento progresivo de los habitantes de la cuenca y el desarrollo de los medios de producción y del comercio, intensificó el tránsito de personas y mercancías por vía marítima, así como la presencia de navíos en la bahía en busca de reposición de agua y abrigo, en caso de temporales. El establecimiento de la población en el puerto, la hizo siempre dependiente del movimiento marítimo. Los naufragios que ocurrieron en sus costas, siempre constituyeron un medio de aprovechamiento de los vecinos de sus despojos. En una zona carente de bosques maderables, los restos de los cascos de madera, en forma de tablones y aún mástiles, era habitual que formaran parte de la tirantería de las techumbres de las casas de la localidad. El actual Museo Mazzoni, en sus habitaciones del frente, es un ejemplo de ello.

Existieron años en los cuales los temporales fueron particularmente duros y los naufragios en las costas del Este fueron más frecuentes: de 1794 a 1797, hubo 6 navíos siniestrados registrados; en 1801, 8 (5 de ellos entre el 12-16 de diciembre); en 1806, 4; de 1823 a 1824, 7; en 1840, 6; en 1843, en el temporal del 25 de junio en Maldonado, entre bergantines, barcas, goletas a lanchones, 17; en 1845, 5; 1864, 5; 1868, 9; de 1870 a 1879, 46 (sólo en 1870: 13), de 1880 a 1889, 25 (sólo en 1880: 6), hay que considerar que entre 1874 y 1881, se pusieron en funcionamiento 3 faros costeros; de 1890 a 1899: 29; entre 1902 y 1908, 8, en 1906 se inaugura el faro de Lobos; entre 1911 y 1919, 12; en la famosa Sudestada del 10 de julio de 1923, se hundieron en las playas del departamento, por lo menos tres buques, incluido el belga Devonier, cuyos restos están sobre las arenas de José Ignacio.

Las maderas recogidas eran llamadas “costaneras”, no en la acepción de maderas que en los techos cargan sobre la viga principal (en sus costados), sino por ser recogidas en la costa. Existía una “disposición no escrita”, que lo arribado a las playas podía ser apropiado por el que lo hallare, a veces con la resistencia de los capitanes de los navíos siniestrados y sus reclamos frente a las autoridades locales.

En una fecha tan temprana como 1765, a 10 años de establecida la población en la Bahía de Maldonado, naufraga la Fragata San Rafael, en la playa “frente a la Isla de Lobos”, que luego se denominaría con su nombre. Eso dio lugar a la intervención de la guarnición de “dragones”, con el Comandante Militar y los vecinos, en el salvamento de los náufragos, de su equipaje y de la carga del navío. Eso dio lugar que a un pulpero establecido, se lo obligara a devolver una alhaja propiedad, de una pasajera, de la que se había apropiado. De cualquier forma, meses después finalizadas las operaciones de salvataje, se permitió a los vecinos recoger para su provecho los restos del naufragio que los temporales arrojaban a la costa. En 1824, durante el Período de la Provincia Cisplatina Brasileña, el Cabildo de Maldonado autoriza la apertura de una suscripción para finalizar la obra de la iglesia de la ciudad, detenida desde las Invasiones inglesas; dos contribuyentes: Juan Susviela dona maderas de barco valoradas en 76 $ y Francisco Figueroa dona dos palos de barco tasados en 20 $. En 1840, el capitán del Bergantín “Carolina”, brasileño, hundido frente a la Playa San Rafael, reclama a Juan Acosta Pereyra, Vicecónsul brasileño local, “protección para la operación de salvataje de las maderas que se habían extendido a lo largo de la costa”. En 1873, Francisco José Aguilar (h), Receptor de Aduana le informa al Jefe Político: “he sabido, que en casa de varios vecinos de Punta del Este, hay depositados efectos de varios buques naufragados, los que ha arrojado el mar en estas costas”. En 1874 la “barca” (navío de 2 palos) Granville, francesa, cargada de barricas de vino, embicó en la costa del Puerto de Maldonado, frente a la Batería del Medio, deshaciéndose completamente, arrojando su carga a la costa en su mayor parte. Según el Periódico “El Departamento”, se remata sus pertenencias: “lo salvado de la voracidad de las olas y de la rapacidad de los playeros de oficio”. En 1888, el mar arroja a la Isla de Gorriti, un mástil de 20 metros de largo, el que Antonio Mrak utilizó para instalarlo como “mástil de señales por banderas” para su semáforo, instalado en el punto más elevado de la Punta del Este, próximo al faro. En una fecha anterior a 1888, se recogió en la playa por un vecino (no está documentado ni quién, ni dónde), un cajón de madera, que abierto se encontró un crucifijo, el cual le fue llevado al Párroco de San Fernando, Pbro. Pedro Podestá. En el año indicado se colocó en un altar en el presbiterio de la iglesia en construcción. A los feligreses entusiasmados con la prosecución de las obras del templo, les disgustó en sobremanera la calidad del altar adquirido por la Junta Económico Administrativa del Departamento, por lo que fue adquirido y colocado el altar de Veiga en su lugar en 1894 y este trasladado con el crucifijo a la pared del Crucero Norte. Se trata de un “Cristo en Agonía”, de gran calidad escultórica, valorado por el Escultor Juan Zorrilla como una obra de la Escuela Española de Talla en Madera. Estimo que se trata de la obra de imaginería religiosa de mayor valor artístico del templo.

Dentro de las leyendas está el rescate en las costas de Garzón, de bidones llenos de revólveres, producto del hundimiento del Vapor Poitou, francés, en 1909, de trágico recuerdo, pues transportaba además abundante pasaje de inmigrantes europeos.

Entre fines del S. XIX y principios del S. XX, existieron en Maldonado y en Punta del Este, casas, depósitos, locales comerciales, construidos con despojos arrojados a la costa por el oleaje. Dada la carencia local de madera de construcción, eran muy requeridos y se obtenía una buena remuneración al recogerlos durante largas caminatas por las playas desiertas y luego cargarlas en carros tirados por asnos por los médanos. Según Máximo Cairo, en el local en la Playa Mansa construido por José Migues, llamado “El Colón”, se emplearon tablones de las cubiertas del Transatlántico Italiano “Princesa Mafalda”, hundido en el Cabo Polonio. Este barco, en realidad, se hundió frente a las costas de Bahía (Brasil), en 1927, con gran pérdida de vidas humanas, por lo que pudo quedar registrado en la memoria, pero en la zona del Polonio, se hundió el Vapor Heliópoli, italiano, en 1926. Los cuidadores de la Isla de Gorriti: Hernández y Bovio, hacían acopio de maderas arribadas a sus playas, para luego comercializarlas.

En los primeros años de la década del 30, llegaron a las playas bocoyes (toneles) de madera, conteniendo “Caña de La Habana”, cuyo contenido se comercializó en los almacenes y bares de Maldonado, uno de ellos fue el comercio de Atilio Cairo, en la esquina de Santa Teresa y 25 de Mayo.

En los años de la década del 40, cuando transcurría la Segunda Guerra Mundial, fueron de enorme penuria para adquirir hidrocarburos. Los hermanos Miranda, encontraron 3 bidones de 100 litros de querosene, varados en la playa. Ante la imposibilidad de acarrearlos, los enterraron en uno de los médanos costeros. Durante un prolongado lapso de tiempo proporcionaron a su hogar de combustible para cocinar (calentadores “Primus”) e iluminación (faroles “a mantilla”). Lo extraían con una manguera, aspirándolo.

En la década de 1960 se produjeron dos naufragios: en 1965, el Buque Santa María de Luján, argentino, en la Playa del Emir en Punta del Este y en 1967, el Carguero Borba Gato, brasileño, en el Islote de Bajo Lobos, ambos trasportaban madera en tablones de Pino Brasil. Luego de sus varaduras inicialmente se mantuvieron con su estructura conservada, por lo cual empresas barraqueras del departamento (Cantera Adrados y Sarubbi, en el primero y Sarubbi en el segundo), adquirieron la madera de sus bodegas. Uno fue descargado en las calles que desembocan en la playa (no existía aún la rambla costanera) y el otro lo fue a lanchones que arribaban desde el Puerto de Punta del Este. Los trabajos en ambos casos duraron meses, pero los sucesivos temporales terminaron de partir los cascos, provocando la dispersión en el mar de la madera remanente. Quedaron sembradas las playas hasta José Ignacio de tablones y listones. Muchos vecinos enterados, recorrieron las playas, cargando carros, camionetas y camiones de la madera, vital para una construcción en auge. Estas circunstancias provocaron la reedición de las antiguas prácticas.

En las décadas del 50 y del 60, con restricciones a las importaciones existían también en los trasiegos de las lanchas del Puerto de Punta del Este, de excursionistas de los Cruceros de pasajeros italianos de la Línea “C”, o españoles de la Línea “Y”, fondeados en la bahía, traslados de “bultos” con cartones de cigarrillos americanos, latas de tabacos europeos, botellas de whisky, de Fernet Branca, Vermouth, medias de nylon, conservas enlatadas, etc., que provenían del personal de “a bordo” y tenían destino en algunos comerciantes de la península, como Dante Paracampo y luego un público veraneante ávido de ellos. En ocasiones en los trasiegos nocturnos, para mayores volúmenes, las lanchas arribaban a las playas y podían producirse roturas y dispersión de los contenidos de bolsas de telas alquitranadas. Tenía compañeros liceales que tenían cajillas de cigarrillos Malboro o Camel secados al sol y alguna novia recibía medias de nylon americanas, por recorridas tempraneras de las playas. Los que concurríamos a la costa más al mediodía nos habituábamos a ver solo las bolsas rotas vacías.



Dr. Mario Scasso Burghi



Bibliografía:


Maldonado y su región. – Carlos Seijo. 1945.

Diccionario Biográfico de la Ciudad de Maldonado (1755-1900). - María A. Díaz de Guerra. 1974.

Fragata San Rafael. – Atilio Cassinelli. 1980.

Maldonado y su Catedral. – Fray Domingo de Tacuarembó (OFM).

Los Buques a Vela. Tomos I y II. – La Aventura del Mar. TIME-LIFE. 1996.

Isla de Lobos. – Isaías Ximénez – Eduardo Langguth. 2002.

Faros del Uruguay. – Juan Antonio Varese. 2005.

De naufragios y leyendas de las Costas de Rocha. – Juan Antonio Varese. 2015.

Testimonios: Máximo Cairo, Marcelo Gallardo, Nelson Kaloper, Hermanos Miranda, Nicomedes Salazar, Alfredo Tassano.



Dr. Mario Scasso Burghi

marioascasso@gmail.com


Oficios fernandinos olvidados II

Estampas fernandinas. Oficios fernandinos del pasado.


Los vendedores de piñas

Los extensos bosques de pinos marítimos, Pinus Pinaster, que se plantaron en la franja costera, sobre las dunas de arena, fijándolas, a fines del Siglo XIX y primeras décadas del XX, proporcionaron a los fernandinos abundante provisión de sus frutos. Desde la década del 30, generalmente los muchachos, “para hacerse el peso” durante el largo invierno, recogían en el suelo de los bosques próximos a la ciudad, de entre la capa de pinocha, las piñas caídas, colocándolas dentro de bolsas de arpillera. La gran mayoría de los predios forestados no estaban “abiertos”, es decir urbanizados y se accedían a través de senderos en los bosques. A partir de las décadas siguientes, se abrieron calles y se comenzaron a construir residencias, los “chaleses”, que estaban deshabitados la mayor parte del año. Esto posibilitaba la “recogida”, es decir la recolección, que se clasificaba en: “cerradas” y “abiertas”, amontonadas en bolsas separadas. Las piñas “abiertas” eran las maduras, con las escamas seminíferas separadas, es decir las que ya esparcieron las semillas, lo que generalmente ocurre en los días cálidos (en los cuales puede oírse el crepitar de las piñas al abrirse). Las piñas cerradas generalmente se recogían en forma más abundante luego de los temporales. El destino era transportarlas en carros, tirados por un equino o por una bicicleta y venderlas “puerta a puerta”, para su utilización generalmente en la cocinas “económicas” de hierro, de las cuales todas las casas estaban provistas o en las cocinas con fogones. Sus usos eran diferentes, con las “abiertas”, se encendía el fuego, con un poco de papel o cartón; con las “cerradas”, se mantenía el fuego para calentar, con alguna astilla.

Otra “recogida” diferente era la que personas “más avisadas”, realizaban en el monte de pinos “pasando el liceo”, ubicado en el predio donde actualmente se encuentra el Edificio Comunal. Esos pinos, probablemente plantados por Burnett, estaban en el área de su forestación, eran también coníferas, pero Pinus Pinea, pino piñonero, de los cuales sus semillas, mucho más grandes que la de las otras pináceas, se utilizaban para condimentar los “Pan Dulces” de las fiestas navideñas y para los descendientes de genoveses, preparar el “pesto” junto la albaca y el ajo, para la pasta.


Los vendedores de hongos

Una de las consecuencias de las plantaciones de pinos europeos y de eucaliptos australianos (pero trasladados desde Europa), fue el nacimiento de hongos en sus bosques. Los hongos viven en simbiosis (asociación íntima de organismos de especies diferentes para beneficiarse mutuamente en su desarrollo vital: micorrizia, de mycos–hongo y rhizos-raíz) con las raíces de los pinos y los eucaliptos. Las especies más buscadas eran en los bosques de pinos los: rosados o “sombrero de monje” (lactario delicioso), que mancha los dedos de rosado-anaranjado al recogerlos; y el de panal, que parece por debajo del sombrero, en su cara inferior, como una esponja (suillus granulatus o luteus), que mancha los dedos de negro y en los bosques de eucaliptos: los característicos amarillentos-ocres, en racimos y de gran tamaño (gymnopilus spectabilis).

Tenía una paciente que recolectaba hongos de eucalipto y me contaba que en el bosque de Alonsopérez, bastaba con dos pares de árboles para realizar bajo de ellos, una abundante cosecha. Los preparaba secos al sol en esteras, o en escabeche, para que el vinagre hiciera atenuar el sabor amargo característico, con destino a la venta en la feria. Pero existían “mayoristas”, el mayor era Olivera, que tenía un puesto de venta hecho de costaneras en la intersección de la Avenidas Pedragosa Sierra y Roosevelt, con un nombre pretencioso: “El Palacio de los Hongos”, donde los comercializaba secos y frescos. También en la Parada 3, frente al Supermercado Disco (actualmente desaparecido, en la actual Reductora de UTE), estaba el puesto de Francisco Rodríguez, que los vendía mayormente secos y de panal, para algunos clientes, los rosados frescos y también marcela; en verano los vendía secos enfrente del puesto del hijo Luis Ángel “Pata de Palo” (mejillonero), en el Puerto de Punta del Este. Ambos recolectaban en la zona de los pinares de San Rafael. Francisco Rodríguez, que tenía un pequeño almacén “Cantalarrana”, en el Barrio de Los Ángeles, hacía la “recorrida” recolectora en bicicleta, a la que llevaba un carrito uncido, en el que amontonaba los ejemplares recogidos. Mario Batista y los hijos del albañil René López, los López Aquino, avezados recolectores, vendían hongos rosados en canastas, por las calles de Maldonado.


Los vendedores de pescado

La Bahía de Maldonado, era un excelente pesquero, a nivel del Muelle de Las Delicias, el Muelle del Caño de la Parada 29, el Muelle del Club de Pesca de La Pastora, el Espigón del Puerto de Punta del Este, la boca de la Laguna del Diario (previo a su cierre), las Piedras del Chileno y para algunos con mayores medios de movilidad, la Punta Ballena, el Portezuelo, La Barra, o la boca de la Laguna José Ignacio. En el viejo Muelle de Las Delicias, el pescador de pejerreyes habitual era el “Viejo” Clavijo, que los ensartaba en una ristra por docena, por sus branquias en un junco, vendiéndolas ambulatoriamente. Vivía en el entorno y a pesar de su difícil trato, el luego abogado, Catedrático de Derecho Penal y fiscal el Dr. Miguel Langón, relataba que en sus épocas de estudiante se deleitaba, con el “chupín de pescado” que preparaba en una lata, sobre una fogata en la playa. Otros de los habituales pescadores de este muelle, eran los hijos del Sargento Rivero, el encargado del puesto policial de Las Delicias, del otro lado de la rambla, los cuales apuntalaban el sustento familiar, con el producto de la pesca y su venta. También otro “vecino”, pescador “en bote” y vendedor, era el guardavidas playero, Pedro “Loco Perico” Méndez.

En las décadas del 30 y 40 y hasta principios del 50, cuando se construyó la carretera y el sifón de evacuación de la Laguna del Diario, se corría el comentario entre los pescaderos fernandinos, de la apertura de su barra, lo que ocasionaba el arribo de cardúmenes de pejerreyes que se alimentaban de los detritos de la evacuación del fondo lacustre. Los pescadores se convocaban en la playa lindera, entre ellos los Hermanos Miranda (Luis y Joaquín “El Hermanito”).

También estaban los que lo hacían embarcados, generalmente “a caña” y con boya y anzuelo, raramente con red y “la seba” o “sebadura”, que era un preparado en base a restos de “sobras de comidas”, vísceras de pescado, con mejillones chicos o con “pajarilla” (el bazo vacuno), molidos con arena, que se utilizaban para atraer a los peces.

Estaban los que pescaban para el “consumo familiar”, pero también los que lo hacían en forma “comercial”. Era otra forma de “parar la olla” desde el fin de la “temporada” al inicio de la “época de la construcción” (a fines de agosto). Su producto lo transportaban, “fresco”, “recién pescado” (ningún fernandino de la primera mitad del Siglo XX y diría hasta entrada la década del 60, admitiría consumir pescado refrigerado), generalmente en un carro, “colgando” de las barandas, atado por un junco, desde las branquias y la boca, para mejor exposición por las calles, al grito de: “pescadooo”. También el voceo era: “el pescadooor… fresco y limpio pescado”. Antes de entrar a la ciudad generalmente se limpiaban en una canilla pública, por ejemplo: en la ubicada en la esquina de la Plaza de la Torre del Vigía. Los pescados que recuerdo generalmente corvinas o pejerreyes, también brótolas, sargos, o anchoas, eran de un tamaño mucho mayor a las “piezas” actuales, especialmente si estaban abiertas las barras de las lagunas costeras. Una corvina negra que se preciara no medía menos de un metro de largo de cabeza a cola. Algunos ejemplares colgados arrastraban la cola por el pavimento, especialmente las “carboneras” de lomo negro. Las especies de menor tamaño, pejerreyes, pescadillas, sargos, se llevaban en cajones de madera, (de los utilizados para el trasporte de frutas y verduras), dentro del carro.


El afilador

Otro de los emprendimientos ambulantes con el fin de apuntalar la economía doméstica, a espaldas de la fiscalización estatal, era la de sacar filo a instrumentos cortantes, en los primeros tres cuartos del S.XX fernandino.

Con un “toque” característico y prolongado de una armónica, señalaba su pasaje por la calle, en bicicleta, el afilador. Las amas de casa salían “a la puerta”, llevando los útiles cortantes que necesitaran mejorar su filo, cuchillas y cuchillos de cocina y de mesa, tijeras. Llamado “a la puerta”, el artesano paraba su bicicleta en el cordón de la vereda (no habían muchos autos estacionados) y montaba un soporte, que llevaba en la parte trasera del vehículo, que al bajarlo levantaba la rueda trasera y fijaba el rodado. Colocaba una polea en el piñón, lo que al mover el pedal en sentido circular, movía una piedra circular esmeril, que estaba colocada en un soporte fijo en el manubrio de la bicicleta. Esa piedra afectada por el movimiento de la polea, giraba rápidamente, con lo que su componente abrasivo, al aplicar contra ella el instrumento de metal, mejoraba su filo cortante, despidiendo chispas. Por esto el afilador, que montado en su bicicleta pedaleando, llevaba unas gafas protectoras.

También estaba el afilador que llevaba la “la piedra de amolar” en una carretilla, con dos ruedas delanteras, transportada a pie, empujándola. El artesano accionaba el movimiento de la piedra esmeril, sobre un soporte, con un pedal, de pie, junto a la carretilla.


Los carboneros

Los montes nativos de las riberas de los arroyos, proporcionaban leña “dura”, para convertirla en carbón de leña. Se formaban pilas de troncos cortados, en forma de cono truncado, que se cubría de hojas o pasto seco y luego de tierra, dejando en la parte inferior aberturas, así como en la superior. Se encendía fuego en las aberturas inferiores y de dejaba arder por cierto tiempo, cuando el humo tomaba una coloración azul claro, se ocluían las aberturas con tierra; se dejaba enfriar el horno durante varios días y luego se retira la capa de tierra, dejando el carbón formado al aire. Principalmente en los meses de “días cortos”, los carboneros traían a caballo y con un carro a la ciudad, el producto de las “horneadas” y lo vendían “al kilo” a sus compradores. Este carbón en bolsas de arpillera, abastecía el consumo de los fogones de las cocinas, los braseros para calentar las habitaciones y hasta las planchas para el uso doméstico y las de los sastres y “tintoreros”, que lavaban y planchaban las prendas y también incluso como absorbente de la humedad, en ambientes cerrados.


Los colchoneros “a domicilio”

Durante el Siglo XIX y primeras décadas del XX, los colchones de las camas eran principalmente de lana, siendo nuestro departamento un productor lanero por excelencia, con su campo mayormente serrano. Con los años de uso, los colchones se deformaban al apelmazarse la lana, generalmente formándose una concavidad en su centro. Cuando el descanso nocturno se veía perturbado por el adelgazamiento central del apoyo, o cuando el colchón se había ensuciado con deyecciones humanas o con alimentos líquidos, se llamaba “a domicilio” al colchonero. Este concurría con un carro llevando el “cardador” de la lana y una bolsa de lana para suplir la ya estropeada en forma irreversible. Se habría el forro de tela, se extraía la lana y se lavaban ambos. El cardador disponía de un dispositivo portátil de madera que consistía en una base rectangular apoyada en el suelo con cuatro patas, con una superficie superior cóncava con púas o clavos del mismo tamaño, espaciados regularmente e inclinados en un sentido y una parte superior convexa, con las púas inclinadas en sentido contrario, colgada sobre la base, que se movía en forma de balancín. Al imprimirle a mano un movimiento de vaivén, peinaba o cardaba, desenredando la lana colocada entre ellas que se iba agregando en forma continua. El colchonero, una vez desenredada la lana, la introducía en el forro de tela y la cosía con una aguja grande: “de colchonero”.

Los pagos de los servicios o mercaderías, se realizaban exclusivamente “al contado”, no se utilizaban tarjetas de débito o crédito, en esa época.

Si bien las reglamentaciones sanitarias vigentes, impiden los tipos de venta de alimentos ambulatorios, existieron algunas formas de subsistencia, que podrían inspirar en estos difíciles tiempos, a tantas personas jóvenes y sanas, con “trabajos” que en realidad son mendicidad encubierta parcialmente reglamentada.



Dres. Alberto y Mario Scasso Burghi

Testimonios del Cnel. Daoiz Bonilla y de Isabelino “Nene” Rodríguez.









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