Diferencia entre revisiones de «La "capilla del cuartel" de dragones: un invento que no se ajusta a la realidad histórica»

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'''Una escritura de 1889 se equivoca y dice que Rovella lindaba “por el Sud” con Antolín Burgueño y Lauro Pintos. Éstos estaban al norte, sobre 25 de mayo. También se equivocó el escribano de 1889 al decir que Adela M. de Pintos, que estaba en 18 y 25 de mayo lindaba al sur con Gervasio Burgueño. Copió el dato de la escritura original -de 1862- cuando ese terreno no había pasado todavía a manos de José Rovella. Este tipo de detalles erróneos eran comunes en los protocolos de entonces, pero el cotejo continuo de documentos permite esclarecer los datos.'''
 
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Revisión actual del 08:18 5 jul 2024



Foto de Gustavo Lafferranderie, 2024.
1950.
NONES. Los diversos planos del cuartel original que subsisten muestran que no había una capilla en la esquina sureste. Plano del Cuartel de Dragones, 1795 (Biblioteca Nacional).



Fue diseñada hace casi medio siglo por arquitectos bolivianos en base a instrucciones de una comisión que se negó a escuchar a quienes más sabían sobre el pasado de la edificación colonial.

Una vieja tradición, ya vigente en el Maldonado de mediados del siglo XIX, aseguraba que “una antigua iglesia” había funcionado en años pretéritos en una esquina del cuartel de Dragones. Y era cierto. Sin embargo, es absolutamente falsa la repetida creencia de que en esa misma intersección se hallaban los restos de “la capilla del cuartel”. Pero a pesar de que tantas veces la foto de la edificación se mostró en libros, revistas y folletos, la verdad es que era solo una construcción privada totalmente profana: albergó diversos comercios y luego incluso a conocidas familias de la zona.


Por Gustavo Lafferranderie



Con su porte pétreo y respetable y una cruz de hierro montada en la cúspide de su fachada, la presunta “capilla del cuartel” adorna desde hace casi 50 años la esquina de la calle 18 de julio y Pérez del Puerto. Para muchas generaciones nacidas recientemente, “siempre” se la ha denominado de ese modo, por lo que nadie sospecha que el dato se ha consagrado como suelen hacer los mitos y las fábulas: en base al capricho y la imaginación. En este caso también fue así, aunque siguiendo el antojo de jerarcas militares de los años 70, que hicieron caso omiso de los consejos que les brindaron quienes se habían tomado el trabajo de estudiar la historia de la construcción militar. Es cierto que en este caso pesaron diversos prejuicios populares sustentados por una suerte de leyenda que ya generaba respeto, pero el todo no deja de ser un gran error.


Ya ha inicios del siglo XX la creencia de que el cuartel había tenido una iglesia estaba considerablemente arraigada. Y tanto que incluso Fernando Capurro, autor de un trabajo titulado “San Fernando de Maldonado”, reiteró el error hacia 1927. Carlos Seijo hizo lo propio veinte años después y luego también numerosos diarios locales y capitalinos que publicaron artículos sobre el pasado colonial de la ciudad. Salvo Horacio Arredondo, que investigó las edificaciones militares de la zona, todos creyeron que la rústica casona que subsistía en la esquina sureste del cuartel era lo que había quedado de la capilla. Sin embargo, a pesar de su aspecto y de que ese mismo lugar había servido para alojar temporariamente a la primitiva iglesia de la ciudad hasta 1820, la construcción fotografiada era solo un local construido para alquilar -a comerciantes o a quien lo pidiera- pero no fue jamás utilizada como capilla; alguna vez se usó como sala teatral, luego como lugar de reuniones y también como sede de un emprendimiento gastronómico, antes de pasar a ser el hogar de una familia de la zona.


Foto publicada en "San Fernando de Maldonado", Fernando Capurro, 1947.
Foto publicada en "San Fernando de Maldonado", Fernando Capurro, 1947.
Foto publicada en "San Fernando de Maldonado", Fernando Capurro, 1947.
Foto publicada en "San Fernando de Maldonado", Fernando Capurro, 1947.

Que el cuartel de dragones no tuvo jamás una capilla lo dejan en evidencia los planos que publicó Horacio Arredondo en un artículo denominado “Maldonado y sus fortificaciones” -que se puede hallar en el tomo III de la Revista de la Sociedad “Amigos de la Arqueología” de 1929. Pero dio la casualidad que, al mismo tiempo en que se inauguraba el cuartel, en los últimos años del siglo XVIII, las autoridades coloniales españolas decidieron iniciar la construcción de un templo de gran porte para sustituir a la humilde capilla de la ciudad. Y como esa modesta construcción funcionaba donde se emplazaría la nueva iglesia –la actual catedral- decidieron que las misas comenzaran a realizarse en una “quadra” del cuartel, precisamente la que se hallaba en la esquina de 18 y Pérez del Puerto.


Esta iglesia provisoria fue una simple habitación que ni siquiera contaba con puertas a la calle. Para que pudiera ingresar el público se le construyó una, que seguramente fue tan humilde como el resto del cuartel, y que, probablemente, miraba hacia el sur, aunque ninguna ilustración fidedigna parece haber subsistido para demostrarlo. El caso es que cuando en el año 1929 Arredondo publicó su artículo sobre las fortificaciones de Maldonado no se atrevió a desmentir del todo las afirmaciones de los lugareños. Colocó la foto de la esquina sureste del cuartel y afirmó que ése era el lugar “que la tradición asigna utilizado como capilla”. Pero no llegó a enterarse de que su foto mostraba una construcción realizada en el último tercio del siglo XIX por el propietario italiano del padrón. De hecho, tanto en las fotos de Arredondo como en el trabajo anterior de Fernando Capurro, se aprecia claramente que, a pesar del aspecto “a dos aguas” que presenta el pórtico del lugar, la habitación tenía techo de azotea y presentaba aberturas que nunca hubieran podido existir en el cuartel original. Simplemente porque habían sido colocadas por un particular unos treinta años después de que todo el cuartel hubiera sido vendido a particulares.



Un cuartel laico



El cuartel “de Dragones” -nombre que Arredondo también cuestionó- fue inaugurado por el poder español hacía 1793 y sirvió para alojar a tropas de soldados que constantemente salían a patrullar la campaña para contrarrestar la acción de contrabandistas y portugueses. Luego pasó a manos del estado nacional independiente hacia 1830, cuando ya debía encontrarse bastante deteriorado. Según contó Carlos Seijo citando documentos del Archivo del Juzgado Letrado, el cuartel estaba “completamente arruinado” en 1839, por lo que se le sacaron las maderas de los techos y se remató todo en tres lotes. La venta del predio a particulares debió haberse practicado poco después, seguramente en razón de la calamitosa realidad en la que quedó el país en el curso de la Guerra Grande, entre 1839 y 1851.


En 1852 la manzana se hallaba en manos de una señora y poco después era propiedad del fernandino Manuel Perea, un “jefe de línea” -según un documento de 1873. Fue este militar quien en 1858 traspasó toda la propiedad a Gervasio Burgueño, entonces jefe político del departamento, y a su hermano. Antolín, que así se llamaba el pariente, se quedó con la mitad del cuartel que lindaba por el norte con la calle 25 de mayo. Luego, en diciembre de 1862, decidió venderle la mitad de esa fracción, la que lindaba con 25 de mayo y 18 de julio, al señor Lauro Pintos.


El general Burgueño se quedó con la mitad sur de la manzana, pero luego mantuvo solamente en su poder la esquina sureste, que lindaba con la actual calle Pérez del Puerto. Llegó a vender un lote de este predio a un señor llamado Antonio Reyes que, extrañamente, recuperó poco después comprándola a sus herederos. Y no mucho más tarde, en 1866 permutó toda la propiedad al músico italiano José Rovella a cambio de un predio ubicado en “el parage del Cordón” de Montevideo más “cien fanegas de cal”, como para completar la diferencia.


Rovella había residido en Francia, donde trabajó como violinista en una orquesta sinfónica. El destino lo hizo toparse con María del Tránsito Olaza, una andaluza de Granada que se hallaba oficiando de dama de compañía en la corte de Maximiliano, aquel archiduque austrohúngaro que Napoléon III instaló como emperador al frente de México. Ese país había tenido 27 presidentes en 40 años como república independiente y ya se encontraba en bancarrota, por lo que inauguró su tradición de no pagar la deuda externa. En un concierto de su orquesta, Rovella se cruzó con Tránsito que a la sazón se hallaba casada por arreglo con un teniente francés. Ambos se enamoraron clandestinamente y, según recuerdos familiares, debieron exiliarse “con lo puesto” para eludir el repudio que generaban entonces las relaciones ilegales. Así fue que terminaron en el Río de la Plata; primero en Montevideo –donde compraron varias propiedades- y luego en la exigua población de Maldonado. Ambos eran amantes de la música y del teatro y con los años supieron tener el hábito de organizar tertulias y veladas teatrales en su morada fernandina.


M. Díaz de Guerra consignó en su historia del centro Paz y Unión que Rovella vivía en 18 de julio Nº 85 y 87. También consideró “importante” saber en cuál de las cuatro esquinas de ese cruce residía porque en un local sito en esa esquina se había realizado una de las primeras asambleas del club Paz y Unión. Se trataba de un local en el que se organizaban funciones de teatro hacía el año 1880 y que años más tarde sería considerado “la capilla del cuartel”. Por si hay quien se interesa en colocar una nueva placa recordatoria, conviene consignar que la casa de Rovella estaba precisamente al lado de ese local esquinero, sobre la vereda este del cuartel. Pero fue él mismo quien levantó ese “teatro” sin imaginar que luego sería confundido con un templo. El dato surge de una escritura realizada en 1885, cuando Rovella vendió parte de esa esquina a su propia consorte. El protocolo del escribano Alejo Aguirre consignó que el italiano había obtenido el padrón por permuta realizada al “coronel Don Gervasio Burgueño en 1866”. En ese entonces, según la escritura, el terreno estaba “cercado con paredes de piedra, con dos paredes del mismo material y otras obras en ruinas, restos de una antigua iglesia”. Esta descripción también coincide literalmente con la que en 1866 firmó el escribano Pedro J. Díaz en Montevideo al efectuar la permuta.


Como se ve, ya entonces se hacía alusión a los fines religiosos que alguna vez había cumplido la construcción esquinera. En cuanto a la asamblea del Paz y Unión, debe precisarse que uno de los fundadores de la sociedad fue Manuel Zacarías Delgado, hijo adoptivo del matrimonio Rovella-Olaza que, obviamente, vivía junto al “teatro”.


Existen fotografías tomadas el día en que llegó a Maldonado la Virgen del Santander, en 1896. En ellas se aprecia claramente que en la cuadra del cuartel, por 18 de julio, había dos casas de hermosa fachada además del local de Rovella. Y lo mismo se observa en una toma obtenida en 1950 que se reproduce en esta página. Ocurre que Rovella “edificó todo el frente de ambas calles” e incluyó su propia residencia, una casa de material con “techo de ladrillo y chapas galvanizadas”. “Vive actualmente” allí, decía la escritura de 1885. Esta historia deja en evidencia que la pretendida “capilla del cuartel” que se veía en pie hasta la década de 1970 no era obra de un arquitecto colonial.



Dominiales




Lo que el italiano adquirió en 1866 fue todo un cuarto de manzana. El predio tenía 50 varas (media cuadra) de frente sobre 18 de julio y 60 varas sobre Pérez del Puerto. Por si acaso importa el dato, de las cuarenta varas restantes que el cuartel ocupaba sobre esta última calle, José Buschental había comprado en 1885 una parte de 25 varas de frente al sud en la esquina de Dodera. Al lado, con frente a Dodera, había otro predio de cincuenta varas de fondo que poco después adquirió el constructor José Mosca, creador de la capilla del cementerio que alberga al “Cristo yacente”. Junto a él, a mitad de cuadra, con 15 varas de frente sobre Pérez del Puerto por 50 de fondo y lindando al Este con Rovella, estaba José Rodríguez Milhombres, copropietario del antiguo “molino de viento” que alguna vez había sido de los Velázquez.


La salita teatral de 18 y P. del Puerto no funcionó como tal por muchos años. En 1888 ya se había instalado en el lugar el “puesto central” del comerciante Casildo Corbo, quien no se dedicaba a actuar sino a vender “pescado y mejillones fresquitos, queso, manteca, gallinas, pollos, huevos, charque, carne de cerdo”, además de preparaciones de “carne de cordero, carne de vaca” y “asados y costeletes al uso de la capital”. “No olvidéis que se despacha sin competencia en precio, con mucha limpieza, muy buen gusto y excelente voluntad y que el puesto estará abierto hasta las 10 de la noche”, anunciaba la prensa local. Otro aviso añadía que no había quien no conociera al “popular don Casildo” y señalaba que bastaría con “golpear la puerta y hacer sonar los cobres” para tenerlo siempre “dispuesto a encender la cocina y complacerlos de cualquier modo”. Como se ve, el local de aspecto eclesiástico estaba a disposición de cualquier pagano que lo necesitara y pudiera pagar el alquiler. Luego, ya adelantado el siglo XX, la construcción dejó de servir como enclave comercial para transformarse en residencia permanente. Una familia de apellido Figueroa vivió allí durante años. Los veteranos de la zona recordaban viviendo en esa esquina al Cuico Figueroa, un futbolista.



Reconstrucción imaginativa



La “reconstrucción” o reinvención del cuartel se produjo a mediados de la década de los setenta. Eran tiempos autoritarios y pocos se atrevieron a opinar en contra del asunto, pero sí lo había dicho, años antes, el propio Horacio Arredondo, quien había restaurado la fortaleza de Santa Teresa y el fuerte San Miguel. A juicio del historiador, no valía la pena remozar una construcción colonial de la que casi no quedaba nada original, como era el caso del cuartel fernandino. De todos modos, el gobierno militar destinó fondos para expropiar las tres cuartas partes del predio y solo dejó en manos de privados la esquina de las calles Pérez del Puerto y Dodera. Y, lamentablemente, contrató para la tarea de reconstrucción a un par de arquitectos bolivianos que no consultaron los planos originales del cuartel. De allí que cuando se reconstruyó la esquina de 18 y Pérez del Puerto, la población local se quejó de que se hubiese levantado algo que “ni se parecía” a la casa que todos habían conocido siempre. Empeñado en remozar un vestigio vinculado a los inicios castrenses de José Artigas, el gobierno militar también prescindió de la historiadora Florencia Fajardo Terán, quien se había molestado en explicarles que el cuartel original no había incluido una capilla. Ni los militares ni los arquitectos responsables de la obra se molestaron en escucharla.




Sucesiones




A la muerte de José Rovella y de su señora, ya en la década siguiente, esa esquina del cuartel pasó a manos de Manuel Zacarías Delgado, hombre prominente de la masonería local que trabajaba en la Jefatura Política y de Policía. Todavía conservaba esa propiedad años más tarde, por lo que, tras su muerte, Virgilio Delgado Leandro, uno de sus cuatro hijos, vivió allí durante muchos años.


La esquina de 18 y 25 de mayo había tenido otros dueños, principalmente la familia Pintos Márquez, que la había poseído desde 1862 hasta 1910. Ese terreno había tenido antiguamente media cuadra de frente por ambos lados, pero en 1889 Adela Márquez de Pintos vendió a la Comisión de Obras Públicas el predio de 25 varas de frente a la calle 25 de mayo que enseguida se destinó a levantar la Escuela de Niñas, hoy Museo García Uriburu. Luego, todo el resto de esta esquina fue adquirida por Juan Gorlero en 1910 (que poco después la vendió a Benjamin Fernández y Medina y volvió a adquirir más tarde). Sobre 25 de mayo, junto a la escuela, residió después Juan Antonio Zanoni, jefe de Obras de la comuna y dueño de una conocida bodega.


A principios de 1892, la viuda de Pintos había querido desprenderse de parte de esa esquina y publicó repetidas veces un aviso que detallaba las características del predio que estaba a la venta. Allí se decía que se trataba de un terreno de 22 varas de frente a 25 de mayo por 50 varas por 18 de julio que estaba “cercado por pared de dos metros y medio de alto, de piedra labrada, y con tres grandes sótanos”. Estos últimos no eran más que los pozos negros del cuartel, aunque la leyenda popular aseguraba que desde allí partían varios túneles. La verdad es que desde la construcción subterránea ubicada sobre 25 de mayo partía en dirección a la plaza un corredor construido en piedra con techo abovedado de ladrillo que tenía alrededor de un metro y medio de altura. Varias personas lo recorrieron antes de que fuera tapado por el gobierno militar - incluidos los hijos de Manuel Zacarías Delgado. Sus recuerdos perduran todavía entre sus bisnietos.



La Recoba


En el año 1892, la porción noroeste del cuartel, que linda con las calles 25 de mayo y Dodera, pasó a manos de Angel Burgueño, un hijo de Antolín, Este predio fue el único que permaneció hasta el año 2000 casi tal cual era en el siglo XIX, es decir, vacío y rodeado de un muro en ruinas, con excepción hecha del portón de entrada del cuartel y los restos de una o dos habitaciones. En ese terreno cercado por muros derruidos solían instalarse los circos y las carpas de los artistas ambulantes que llegaban a Maldonado en la primera mitad del siglo XX.


Cuando en 1892 se hizo la partición de los bienes de Antolín Burgueño y su señora, se consignó que sobre 25 de mayo, el predio tenía una “recoba” que se alquilaba. Estaba a mitad de cuadra y no era otra cosa que un local cerrado cuyo acceso se hallaba en el lugar donde alguna vez se había encontrado el portón principal del cuartel.


El 27 de marzo de 1909, mientras se levantaba una nueva sede para el ejército en Sarandí y 25 de mayo, el diario El ferrocarril señaló que de “los restos subsistentes del antiguo cuartel que en su época tuvieron aquí los españoles queda aún en pie la portada que da acceso a él y que hoy tiene un destino nada apropiado a lo que fue”, por lo que propuso que fuera instalada en la nueva construcción.


En esa recoba funcionaron varios comercios a lo largo de los años. Uno de ellos fue una carnicería que precisamente se llamaba “La recoba”. Pero hacia 1941 el local se alquilaba incluso como garage.


Don Francisco Mazzoni contaba que a su llegada a Maldonado, en 1917, halló tirado en el predio del cuartel un portón enorme, trabajado “a machamartillo”. No había sido el portón original del cuartel, aparentemente, sino uno que alguna vez fue utilizado en otras fortificaciones levantadas por el virrey Ceballos. Estaba a la venta en $ 20. Mazzoni se acordó de la noble abertura en 1937, cuando se disponía a inaugurar un museo regional en su casona de la calle Ituzaingó -donde todavía hoy se encuentra. Fue a buscarlo al mismo lugar y lo halló a la venta nuevamente. Seguía costando $ 20, lo que a su juicio demostraba que “nada cambiaba” nunca en el viejo Maldonado. Esta vez compró el artículo y lo colocó para recibir dignamente a los visitantes del museo. Hoy debe tener unos 260 años,



La casa de los oficiales




Enfrente a “La recoba”, por la calle 25 de mayo a mitad de cuadra, se conservaba la fachada y las ruinas de la que fuera Casa de los Oficiales del cuartel. Fue sobre sus restos que en la década de 1940 el padre Domingo (1899-1994) levantó el colegio Virgen del Santander. Según una escritura de principios de siglo, en 1901 esta propiedad estaba en manos del entonces jefe político Juan José Muñoz que, tiempo después construyó ahí, oculta tras la derruida fachada, una cancha de bochas para entretenerse junto a otros veteranos del pueblo. En esa cancha don Juan José, caudillo nacionalista, solía confraternizar con el muy colorado Alfredo Costa, ex capitán del puerto y líder de un baluarte de su partido en Punta del Este.


El padre Domingo recordaba que cuando se removió ese terreno para levantar el colegio católico aparecieron muchos restos de personas que habían sido sepultadas en tiempos en que el “camposanto” quedaba detrás de la iglesia. Además de huesos aparecieron botones, trozos de espadas y trabucos que habían resistido la acción del tiempo. Otro tanto ocurrió en esa manzana más de veinte años después, cuando se levantó la sede de la curia detrás de la iglesia. En este caso, los restos de aquellos viejos y olvidados fernandinos partieron en una bolsa de arpillera rumbo a la Facultad de Medicina, según contaba en 1990 el párroco José Casañas. Otros hallazgos se habían registrado varios años antes en la misma manzana, según lo que contó Homero Martínez Montero en “Once meses en el Este”: “A mediados del año en curso [1931 o 32], un fraile franciscano (...) con la idea de acrecentar el material del museo -en ciernes- de la iglesia (...) dióse a cavar un predio anexo a la casa parroquial, desenterrando junto a huesos de un osario, botones de soldados, un mango de arma, plateado, de hermosa labra, alabardas, bocallaves, herrajes coloniales y otros no menos interesantes pormenores".


Así parecía ser de fácil encontrar restos del pasado en el Maldonado de entonces.


Una escritura de 1889 se equivoca y dice que Rovella lindaba “por el Sud” con Antolín Burgueño y Lauro Pintos. Éstos estaban al norte, sobre 25 de mayo. También se equivocó el escribano de 1889 al decir que Adela M. de Pintos, que estaba en 18 y 25 de mayo lindaba al sur con Gervasio Burgueño. Copió el dato de la escritura original -de 1862- cuando ese terreno no había pasado todavía a manos de José Rovella. Este tipo de detalles erróneos eran comunes en los protocolos de entonces, pero el cotejo continuo de documentos permite esclarecer los datos.





Gustavo Lafferranderie

glaffer3000@yahoo.com.ar



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