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Contenido
El Muelle Las Delicias
Se nos fue hace ya 35 años, pero si cierro los ojos me parece verlo, aunque viejo, erguido, resistiendo la adversidad del tiempo y el abandono de quienes debían protegerlo, porfiado ante las tormentas luchó hasta el fin.
Dio cobijo a muchos necesitados, y a otros alimentó con generosidad, creo sin equivocarme que todo Maldonado lo quería. Nadie escribió su obituario, su memoria, para muchos ya se desvaneció, pero para otros es una dolorosa ausencia, que seguramente en esta fugaz vida no recuperaremos.
Su nombre era Muelle y su apellido Las Delicias. Cuando lo veías desde lejos parecía un enorme ciempiés de largas patas hundidas hasta la mitad en el mar. Sobre él, un colorido microcosmos social, se revelaba ante un observador atento y en verano muchas familias de turistas, año tras año, alquilaban casas cercanas solo para pescar, sentados en sus añosas maderas.
¿Quién, habiendo nacido en Maldonado, no se subió alguna vez a su largo pasillo? ¿Se acuerdan de Clavijo, o de Valentín, del "Mulato" o de Mego o tal vez del Catalán?
Valentín Alonso
Cuando hablamos de quienes disfrutaban del muelle, es inevitable detenernos en uno de sus hijos mas fieles y quien con su bonhomía, generosidad y don de gentes representó no solo a los viejos fernandinos sino a todos los amantes de la pesca y la amistad.
Los Sábados, pasado el mediodía por Avenida Las Delicias - antigua denominación de Av. España - se podía ver caminando hacia la costa a un personaje que daba vida a una parte de todo ese barrio. Se llamaba Valentín Alonso y no caminaba solo. En los años que lo conocí, siempre estaba a su lado la perrita "Puli". Andando cadenciosamente como su amo, lo acompañaba desde Maldonado hasta la playa. Pero no era la única compañía que traía, además de un viejo y raído morral, también portaba un estuche, que en mi imaginación contenía mágicos artefactos de pesca.
Sobre el fin de Avenida Las Delicias (me aferro al niño que fui), sobre la mano derecha (si uno baja hacia el mar) estaba el boliche "Casablanca". No lo busquen, porque cuando se modificó la curva que accede a la ruta fue demolido. Ahí terminaba la primera etapa del largo viaje de Don Valentín y dejaba en custodia el estuche.
No fue hasta que fui más grande que supe del contenido de aquel estuche, que de seguro no era guitarra, pero en aquellos días, Los intocables era la serie de moda en la incipiente televisión, donde era común que las ametralladoras se guardaran en dispositivos como el de Don Valentín.
En realidad no había nada de siniestro en el añoso estuche que cada Sábado de tarde acompañaba al gentil Valentín Alonso por el viejo camino a Las Delicias.
Peluquero de profesión, religiosamente terminaba la semana con su entretenimiento preferido, unas horas de pesca en el muelle y a la noche - como descubrí más tarde - volvía al viejo boliche "Casablanca" donde los parroquianos, en algún momento en que el generoso vino que regaba las veladas, los volvía animados y pedían a Don Valentín que sacara el estuche y les regalara algunas melodías en su mandolina.
Pero lo pintoresco era su llegada al muelle, siempre después del mediodía aparecía con su perrita a la que animaba diciendo: "Mira, Puli, los burelones", peces imaginarios que buscaba hasta el caer del sol.
También tenía quien lo acompañara en la sobremesa, y a lo largo de la tarde se turnaban los amigos haciendo viajes al almacén de "Pocholo" en busca de del infaltable tinto. Allí estaban Clavijo, Oscar, Ricardo y a veces el Catalán Vicente; les gustaba reunirse sobre el extremo derecho del muelle y al grito de - "va plomo" debíamos hacer cuerpo a tierra, porque en la limitada superficie donde a veces éramos más de 20, el vino, la multitud y los plomos eran un peligro para los distraídos.
Luego llegaba la ineludible siesta y andábamos essquivando a los dormidos para poder pescar.
Recuerdo una de esas tardes de verano en que el calor y el vino producían sueños profundos. Los arreos de pesca no eran tan delicados como hoy y pescar con tanza Nº 8 era bastante frecuente. Valentín se había dormido abrazado a la caña, con el nylon entre los dedos esperando "el pique". Como gurises que éramos nos gustaba darle tironcitos a la línea de los dormidos simulando el pique de algún pez importante. Pero he aquí que luego de una docena de tirones, cada vez más fuertes, el hombre no reaccionaba. Al cabo de una hora se despertó Valentín y con ojos entrecerrados dijo: "Me parece que hace un rato me picó una borriqueta". Empezó a recoger el pesado plomo y en unos minutos para nuestra sorpresa sacó una enorme borriqueta, se seguramente el lado onírico de la vida le mandó. Los sueños se hacen realidad.
La Caldera
Si uno se situaba sobre el extremo izquierdo del muelle y lanzaba unos 40 metros hacia la Playa Honda de la Isla de Gorriti, muy a menudo, aunque fuera un día de poca pesca, se podía conseguir alguna buena corvina. Pero también era posible que el anzuelo se enganchara en algo y se perdiera tanto la pieza como la base. Ese algo era conocido como La Caldera, y nadie sabía mucho sobre ella.
Cuando decían caldera uno se imaginaba un viejo vapor hundido en tiempos remotos, cuando los muelles sirvieron como punto de partida de la producción del molino de los hermanos Cavallo.
Por curiosidad, y alentado por una irreflexiva juventud, un hermoso día de verano en que estaba arrancando mejillones, sentí que debía animarme a develar el misterio de "la caldera". Dejé atada la bolsa con mejillones en los hierros y comencé a nadar hacia la isla. Tontamente lo hice solo y no sin algo de miedo llegué hasta el lugar, sin saber lo que había allí sumergido. Supongo que la profundidad no ha variado en estos más de 40 años, así que aún debe haber unos 6 metros, mismos que debí descender para saciar mi curiosidad, pero mi tiempo de inmersión era muy corto y aunque llegué a tocarlo, solo sé que eran mejillones, pero no sobre qué estaban pegados.
Sea lo que sea, se elevaba alrededor de 1.5 m desde el fondo. Si dentro de quienes esto lean hay algún curioso con mas y mejores recursos de los que yo tenía en aquel entonces lo aliento a que busque y desentrañe la naturaleza de "la caldera". Siendo la bahía de Maldonado un inmenso cementerio de barcos desde hace cientos de años, tal vez algún valiente acuanauta encuentre algo impensado, enriqueciendo la historia, ya de por si riquísima de mi querido Maldonado.
OTROS RECUERDOS DE FERNANDO EDYE
El edificio de Paco se desplomó
Era una hermosa tarde otoñal. Como costumbre, un grupo de amigos nos juntábamos en la sede del Deportivo de Avenida España a tomar un café y jugar por largo rato al tutte o al billar.
Recuerdo estar sentados contra las ventanas buscando el débil calor del sol, cuando nos llamó la atención que mucha gente pasaba corriendo hacia el centro.
Dejamos por unos minutos el juego y salimos para investigar el motivo de tan extraño comportamiento y al llegar a la calle, un conocido que también corría nos gritó: "Se cayó el edificio de Paco".
En aquel 1977 el boom de la construcción se hallaba en su apogeo, los edificios en altura se convertían en la forma más rápida de multiplicar capitales, y muchos comerciantes prósperos de Maldonado y Punta del Este convertían sus ganancias en ladrillos.
"Paco" era uno de esos comerciantes que aprovechando el auge inmobiliario comenzó la construcción de un edificio en la esquina de 18 de Julio y Florida. Era además el dueño de la confitería Colonial, ubicada donde ahora (año 2016) funciona OCA y que tenía en la misma esquina la oficina de la desaparecida O.N.D.A.. Sitio obligado de las ruedas de café y reuniones de los futboleros de Maldonado, trabajaba gracias al carismático desempeño de sus mozos, hasta altas horas de la madrugada.
Asombrados por la noticia salimos corriendo hacia el centro, sin imaginar el panorama que frente a la plaza se desarrollaba.
Cuando llegamos a la Plaza de la Torre me acordé de que andaba en moto (Honda 50, para que no me digan vanidoso) y me regresé corriendo a buscarla, pero lo que más me llamó la atención es que el esqueleto del edificio no se veía.
La plaza del centro era todo conmoción. Rápidamente, gracias a lo temprano de la tarde, conseguimos una mesa libre sobre las ventanas de la confitería Colonial. Las calles 18 de Julio y Florida estaban cerradas, y por increíble que parezca casi nueve pisos de estructura colapsaron sin que los escombros llegaran a cubrir el nivel de la calle. Se decía y así lo recuerdo, que originalmente el edificio se había aprobado para cinco pisos. Posteriormente se solicitó autorización para llevarlo a siete pisos y tiempo más tarde hasta nueve.
Uno de los graves problemas que enfrentó la construcción, era la existencia en ese lugar de un manantial que permanentemente inundaba el nivel inferior de la cimentación, por lo que los memoriosos recordarán que las bombas día y noche funcionaban sacando agua, misma que corría por la calle Florida hacia el Este en una titánica tarea que nunca se solucionó.
No se necesita ser muy inteligente para darse cuenta de que una pobre cimentación unida a un terreno inestable son una combinación perfecta para el desastre.
Déjenme comentarles, si sería distinto Maldonado, que después de las cuatro de la mañana mi moto seguía estacionada sobre la calle Florida y nadie se la había llevado (tampoco las de los otros parroquianos que allí estaban). Eran tiempos de una ciudad honesta.
La tarde se fue apagando, dando paso a una larga noche que dificultaba la extracción de los escombros y la incertidumbre de saber si había gente atrapada debajo de ellos. La confusión era mayúscula, porque había testigos que aseguraban que quedaban tres obreros atrapados y otros que decían que solo uno en el nivel inferior o subsuelo.
Se instalaron grandes luces que permitían el trabajo de maquinaria pesada para acelerar la búsqueda de sobrevivientes.
Como siempre en estos casos los testigos de oída contaban lo que terminó por ser una leyenda urbana, que un operario, en momentos del colapso paró a armar un cigarrillo y la carretilla que manipulaba cayó al vacío y por milagro salvó la vida, lo que sirvió como argumento de que el tabaco no es nocivo. Otro, se decía, al ver que parte del esqueleto se caía, optó por arrojarse desde el primer piso, donde estaba trabajando hacia la calle 18 de Julio, pero esa parte del edificio finalmente no cayó.
Luego de una larga noche de trabajo, a la mañana siguiente se pudo rescatar el cuerpo del único fallecido que estaba debajo de los escombros, la tragedia se había consumado con una víctima inocente.
Ignoro si hubo alguna acción legal por aquella negligencia, pero como testimonio de ella quedaron las columnas de sostén principal que cualquier lego podía apreciar que eran insuficientes para resistir el peso de aquella mole, adecuadas para cinco pisos pero no para nueve.
Aquella no fue la única tragedia laboral de 1977. Meses después, y esto está muy bien documentado, el 1ero de Octubre se produjo el accidente que más vidas cobró en la historia uruguaya. Fue en Canelones, en las canteras de AFE de Suárez, cuando explotaron 240 kg de gelignita matando a 15 personas.
Traigo esto a colación porque (y en esto pido perdón si estoy equivocado) el ingeniero que llevó el edificio de cinco a nueve pisos era también el ingeniero de la cantera, la historia diría que fueron ambos accidentes culpa del la dictadura que en aquellos tiempos se salteaba algunos controles elementales.
José Ignacio
Cuando fui invitado a escribir algunos artículos, lo hice bajo la premisa de no intentar ser un cronista y mucho menos un valor literario. Lo que escribo son solo recuerdos de mi niñez y juventud, recuerdos y evocaciones que pretenden que algunas personas, sucesos y lugares sigan vivos en el imaginario colectivo.
Hoy quiero hablarles de lo que para mí fue un sinónimo de felicidad en mi niñez, el Faro de José Ignacio. Este balneario de moda, lugar de encuentro de ricos y famosos, fue también un rincón de pescadores, niños que juegan y buscadores de la belleza natural que alguna vez se nos regala en este efímero pasar por la tierra.
Afortunadamente lo disfruté desde muy temprana edad, no recuerdo cuando porque El Faro era nuestro patio de juegos, para muchos escondido, para nosotros el epítome de la alegría. Que el mundo es ancho y ajeno es una realidad, pero que aquel era nuestro mundo, ancho pero propio, no resiste la menor controversia. Allí todos nos conocíamos, puedo recordar a cada vecino desde fines de los 60´, no los menciono ahora porque son dueños de recuerdos individuales.
Así comenzaré a contarles como fue mi primera salida a pescar embarcado. De esta manera me doy cuenta del paso de los años, creo sin equivocarme que de los pescadores de embarque soy el más viejo en José Ignacio, ya que mi primera salida fue en el año 1971, hace ya 45 años. Fue en la Semana de Turismo, donde casi con religiosidad la familia se reunía en el rancho familiar, estábamos donde por años funcionó el restaurante “La Gamba”, frente al puerto de pescadores.
Mi primera salida se produjo a raíz de una invitación del Pocho Montañés, lo que me produjo una gran ansiedad, porque era una muestra de confianza en mi capacidad de pescar en bote sin marearme. Imaginen que en esos años para llegar a los lugares de pesca era necesario un largo rato remando. Cuando llegó el momento de salir al agua resultó que éramos tres los pescadores.
Con Montañés llegó otro señor, que en aquel momento me era desconocido, supongo ahora que eran ambos de la edad de mi padre, más o menos de cuarenta y se presentó como Santurio.
Comenzamos, no sin esfuerzo, a empujar el viejo bote de madera por el corto tramo de arena hasta el agua. Cargamos cañas y reeles, carnadas y remos, pero cuando íbamos a embarcar – para mi sorpresa – el Sr. Santurio, que rengueaba, se sacó la pierna ortopédica y la acomodó bajo el asiento. Creo que aprovechándose de mi cara de asombro, que seguramente habrán recordado por años, comenzaron a bromear acerca de cómo un tiburón había saltado dentro del bote y le había comido la pierna. No me asusté, pero con el Pocho estuve como diez años en volver a salir al mar, con los tiburones no se juega.