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Revisión actual del 11:37 21 jul 2021
Margarita Fillerín y Alberto Iribarren
por Juan Álvarez Márquez, Paris, 2007
Anfitriones por naturaleza; autenticidad y excelencia con distinción y originalidad.
En cada sitio siempre hay alguien que crea un aire de magia y hay gente que la posee, como decía García Lorca, que tiene “duende”. La historia de Punta del Este es imposible sobrevolarla sin mencionar dos personajes del siglo XX: Margarita Fillerín y Alberto Iribarren. Las décadas de trabajo y presencia que ambos personificaron es hoy indisociable de la evolución que Punta del Este tuvo en lo local e internacional. Su accionar quedará marcado por su vivaz actividad social y cultural. A raíz de lo que habían acumulado en sus propias vidas, “El Gordo” y Margarita desarrollaron una manera de vivir, un “savoir faire”, que imprimió al balneario un toque de gran distinción y originalidad. La divisa: autenticidad y excelencia.
Más de un habitué del universo esteño debe aún recordar con nostalgia la vida social de Punta del Este durante los agitados veranos o los plácidos inviernos en las décadas de los años 50 y 60. Ellos marcaron la coronación de la estación balnearia como un remanso de calidad y serenidad; y en ese universo vivía el nombre de “Los Gordos”.
El aporte de Margarita y “El Gordo” se basó en la capacidad de reinvertir lo que ambos habían recogido y crear con ello lugares y ambientes, con la dosis de fantasía y arte que cada uno podía incorporar y la que podían aportar también los veraneantes.
En lo que se refiere a la historia de Alberto Iribarren, descendía de una familia vasca emigrada a la Argentina. Amantes del espectáculo, habían instalado y creado algunas salas de teatro y concierto en Buenos Aires. Así fue como “El Gordo” creció entre las bambalinas, los grandes salones y el contacto con los artistas. Buenos Aires recibía los destacados grupos musicales del momento y algunos ballets. Muchos actuaban en el Liberty, propiedad de los Iribarren. No en vano surge allí la vocación de Alberto, imbricada en el mundo de las artes. Cuando el joven Iribarren emprenda un viaje a Europa, el París de los años 30 hará el resto. Se instala en Montmartre para impregnarse de las corrientes imperantes, destacándose ya como dibujante. Será de todos modos un ser muy curioso a quien la vida de la ciudad, de la calle, de los talleres, de los cabarets y cafés le interesará sobremanera. De esa época, dejará una serie de caricaturas, dibujos y croquis. La capital francesa le permitió conocer un universo de artistas de renombre, los que reconocían en él su autenticidad, su interés y curiosidad por el arte. De cabello engominado, gran sonrisa, camisa bien cuidada y una golilla al cuello, el joven era ya otro latinoamericano más en París, de aquellos comprometidos en descubrir un mundo nuevo y de integrarse en él. Frecuentó mucho a artistas como Galanis, en el 12 de la rue Cortot. La colina de Montmartre era todavía el universo de Utrillo, Suzanne Valadon, Max Jacob y Tristán Tzara.
Margarita, o mejor dicho “Marguerite”, estuvo desde pequeña vinculada a la vida de Punta del Este. Sus padres habían sido motivados por Parfait de Badet, el creador de Villa Colón, para poblar y dar a la nueva zona el tono francés que este pretendía.
Como los proyectos de Badet fueron ampliándose, decidió comprar tierras en la zona de El Jagüel, en Punta del Este. Allí levantó una gran construcción conocida vulgarmente como “El Molino”, pero cuya arquitectura, en materiales y estilo de su torre, inspira más bien un parentesco con la arquitectura de los faros de Punta del Este y de José Ignacio. Allí creció Margarita, junto a su hermano Théodore, luego célebre y refinado profesor de francés, y a André de Badet, que era, para con ellos, como un hermano mayor. En ese espacio alejado del mundo, André creaba piezas de ballet, los niños eran los bailarines y él componía música, creaba coreografías, vestuarios y maquillajes. El mundo de la fantasía se extendía desde la escena a la mesa y a todos los ámbitos de la vida de esa casa. Las tardes eran motivo de caza y de recolección de hierbas, hongos, trufas, pesca en la zona, aventurándose en carreta hasta la zona de Abra de Perdomo o de Punta Ballena en busca de piezas más preciadas.
Por la noche lucía en la mesa todo un despliegue de platos que las mujeres mayores, con la ayuda atenta de Margarita, habían preparado. La cocina francesa se mezclaba con los productos de la región: pescados del sur con salsas bearnesas, y hongos de los bosques de pinos de Portezuelo, preparados a la alsaciana o a la bordelesa. En las grandes bandejas de plata servían perdices, jabalíes o chivo salvaje.
Todo ese mundo, en medio de lo que se conoce hoy como Beverly Hills, no era otra cosa que una serie de extensos campos que acababan en grandes dunas. Allí había visto Margarita, por primera vez, algunos actores franceses a caballo que, invitados por Badet, venían de París a Buenos Aires y recalaban en Punta del Este: Josephine Baker, Ninon Vallin, Maurice Chevalier y Tito Schipa. La propiedad llegaba prácticamente a El Placer y allí iban todos a bañarse, cruzando hasta El Tesoro, hoy La Barra, en una balsa. La excentricidad de la vida de los Badet y las frecuentes fiestas despertaban a veces la cólera de sus vecinos quienes, desde los alambrados, lanzaban trozos de adoquín en signo de protesta, evidenciando su antipatía y un carácter menos mundano que el que en ellos imperaba.
Margarita, nacida en París, estuvo desde niña vinculada a la danza. Honró con su destacada carrera la formación que obtuvo en Montevideo y Buenos Aires, con excelentes maestros. Su objetivo fue siempre no limitar al baile las posibilidades corporales e investigó incursionando con éxito en otras disciplinas. Fue bailarina del Teatro Colón y de regreso al Uruguay, en el S.O.D.R.E. bajo la dirección de Pouyeann y Fenonjois.
Será recién en 1951 cuando se encuentren los dos personajes de nuestra historia. El pasado individual de cada uno de ellos deja suponer solo un resultado positivo y fusional para esa unión. Alberto estaba de paso por Punta del Este por razones de trabajo y allí se la presentan.
Apuesto y elegante, desarrollaba una intensa actividad artística. Era reconocido como decorador y escenógrafo en Francia, y en una efervescente capital porteña que daba trabajo a mucha gente. Venían a la capital y a sus mejores salas variados espectáculos de Europa y Estados Unidos. “El Gordo” se ocupó también de la ópera y el ballet. En ese año se lo había convocado para trabajar en Uruguay con motivo del Festival de Cine que debería llevarse a cabo.
El polifacético empresario Mauricio Litman, informado de su talento, le dejó puertas abiertas para la creación de lo que fue Noa Noa y la decoración de sus interiores.
Allí, en un ambiente de piedra, hierro, vidrio y madera, tan moderno como bien diseñado, Iribarren da un toque de distinción global al lugar. Réplicas de telas de Gauguin en forma de mural, de su época en el Pacífico, dominan ese ambiente.
Los jóvenes actores Gerard Philippe y Jeanne Moreau se deleitaban allí antes de las entrevistas y presentaciones de sus films, junto a otros actores y directores italianos. Los acompañaba entonces la delicada Marguerite, cuya carrera aquellos ignoraban. Ella estaba allí junto a ellos y disfrutaba plenamente de la posibilidad de haberlos conocido y de la calidad de esos encuentros. La prensa extranjera, americana y europea, hacía elogios a la vida nocturna de Punta del Este, su “high life”, su “charme”. El perfil de Punta del Este se avizoraba ya más allá de fronteras. Era un medio propicio para intereses comunes. De esta unión amorosa surgieron elementos que dieron vida y memoria al por entonces calmo y muy selecto balneario de Punta del Este.
En 1949 el poeta Rafael Alberti, amigo de ambos, había dedicado al sitio el texto “Palabras rítmicas para un cortometraje experimental” con destino al film “Pupila al viento”, dirigido por Enrico Gras, con música del compositor español Julián Bautista. El mismo Alberti dibujó a “Los Gordos” de manera caricatural y les dedicó “Creemos al hombre nuevo”, firmada, “Con un pez, una copa y un gran abrazo”.
La vida durante el resto del año era solo aquella que generaban las pocas familias instaladas en la península, Cantegril, Pinares, El Jagüel, El Placer y luego Portezuelo. De a poco se anunciaba el carácter cosmopolita del balneario con la presencia de personalidades extranjeras, algunos refugiados españoles como Rafael Alberti, Margarita Xirgú y el fotógrafo-jurista José “Pepe” Suárez, amigos todos ellos del Gordo y Margarita. Era la época en que Antoni Bonnet había proyectado sus casas y dos bellas construcciones en Punta Ballena como Solana del Mar y la casa Berlinghieri. Se ignoraba por entonces que aquello que parecía corriente era un gran privilegio que tenía la región.
Surgirá también de esa época el famoso sillón BKF que Bonnet diseñase en hierro forjado y cuero, llamado comúnmente “africano” y cuyo modelo se reproduce hoy en otros materiales, por el mundo entero.
También vivía allí un círculo franco- belga y algunos alemanes y suizos. Era el caso del Duque Erik d’Arenberg llegado en 1951 en el Compte Grande, de la Sra. de la Villebonne, de la duquesa de Riglos, Hélène Vignat de Guèrola, cuya casa, La Heleniana, era una de las más grandes junto a la Villa Matissen, del constructor Johannes Dollar y otros. Alternando su vida y buscando dar una animación al balneario en esa época, mediante calidad y sociabilidad “Los Gordos” crearon El Museo, La Draga y África.
Desde esos lugares “El Gordo” seguía colaborando para revistas junto a Divito y otros dibujantes de jerarquía. Escribía también para Caras y Caretas y Editorial Atlántida. Nadie sabía qué hacía en sus horas de retiro, pero el cartel de “No molestar” que ponía era, para sus íntimos, señal de que estaba diseñando motivos para cerámica, preparando caricaturas o leyendo elementos para sus próximos artículos. Raros eran los minutos de ocio, y en esa disciplina de trabajo tanto él como Margarita participaban de manera severa. El goce es
bienvenido, pero mejor si se asegura viniendo de un buen trabajo.
El Museo, ubicado en la acera derecha de la Av. Gorlero casi Calle 27 -donde hoy está la Galería Atlántica- era una idea sumamente original e innovadora que reunía un sector de bar y gastronomía junto a un espacio de arte. La decoración de El Museo eran mesas simples y un mostrador, pero en los muros había cuadros de Iribarren. Con astucia había mezclado retratos clásicos de grandes maestros pero con los rostros de los amigos que venían al lugar. El Greco, Velázquez, Cézanne estaban en la base de su trabajo, aunque los modelos humanos que él usase fueran los hermanos Capurro, la Duquesa Poupée d’Arenberg u otros amigos. Era allí la cita obligada para tomar una copa; en muchas ocasiones se hacían cenas temáticas y los invitados podían cocinar platos de su país o disfrazarse. El 14 de julio se hacía una fiesta francesa, abundando las crêpes, el “boeuf bourguignon”, gorros frigios y cocardas tricolores. Hospitalidad, refinamiento, frescura, era la norma. “Los Gordos” impregnaban el sitio del mismo encanto que reinaba en Los pájaros, su casa próxima al puerto.
La boîte África tenía otro estilo y su tendencia era la de un bar musical, creado en un viejo garage. Las barras de amigos tenían allí sus puntos de cita vespertina o diurna cuando el clima no favorecía los baños de mar. También a la noche llegaban algunos jóvenes en bicicletas con sus pullovers anudados sobre la espalda y sus camisas a la moda. La Draga estaba sobre la playa y era un bar decorado con rayas rojas y blancas. Inicialmente había sido el galpón de los peones de obra del Hotel San Rafael.
A Iribarren se le debe también la decoración del Tico Tico, del Strómboli y de residencias de algunos amigos de El Museo como Alberto de Moraes Pinto, Carlos y Luis Robirosa, la familia Robirosa de Alvear, Hernán Cibils Cobo, Caio Costa Méndez y Roberto Nogaró. Algunas de ellas habían sido construídas por el Arq. Doubourg. En esa época en que los westerns hacían furor, muchos hablaban irónicamente del “Far East” uruguayo.
El propio Alberto era muy prolífico y dedicaba sus ratos libres a dibujar; había hecho para el Club de Golf una “Historia ilustrada” de ese deporte. Era la época en que se llegaba por la empresa de transportes ONDA desde Carrasco a la Calle 27.
Al final de una de las ediciones del Festival de Cine de Punta del Este, y en uno de los grandes almuerzos de despedida, los invitados se habían retirado y se encontraban, junto a una copa, actores y directores. Ellos habían hecho circular uno de los individuales de mesa del Noa Noa diseñados por Iribarren y en él dejaron dedicatorias y mensajes a Margarita.
Entre las firmas se destacaba la de Michelle Philipe que decía: “À Marguerite, si charmante, mon meilleur souvenir.”; la de Marinela Lotti; la de Cantinflas, que expresaba su estima; la de Nicole Courcel, que aludía “Á la petite fée de notre groupe”; la de Giacomo Rancatti, John Derek, Joan Fontaine, Henry Magnay y una particular y encantadora nota digna de citar, de Vittorio Gassman, diciendo: “Margherita e un fiore meraviglioso. Profuma in state e in inverno. Un fiore eterno come belezza”.
Que la memoria sirva para rescatar el fugaz recuerdo de algunos personajes que con talento e imaginación lograron hacer de una vida calma, una vida placentera. La presencia de quienes marcaron siempre en Punta del Este un nuevo hito debe recordarse.
Si bien la ciudad crece y se amplía, son vidas como estas y almas con impulso las que infunden al lugar una personalidad y una cultura características. Madame Pitot inició una tradición con el Hotel British, y luego, en cada época, son otros los que dejan su marca y ayudan a definir un estilo propio en lo que va siendo la historia del balneario.
Juan Álvarez Márquez
París, Agosto de 2007