Diferencia entre revisiones de «El Peñasco»

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Sobre la base del cerro corría el camino real por el cual, tranquilos o presurosos, para ocasiones felices o infelices, transitaron a caballo entre ambas ciudades sus ancestros de varias generaciones anteriores.
 
Sobre la base del cerro corría el camino real por el cual, tranquilos o presurosos, para ocasiones felices o infelices, transitaron a caballo entre ambas ciudades sus ancestros de varias generaciones anteriores.
 
   
 
   
Ese nombre de Doña Petrona, dentro de lo que se llamaba Cerros de Cortés, lo dejó Petrona Cortés casada con Antonio Tort, antiguos vecinos del lugar. Estaban emparentados a la [[De_la_Fuente,_Reynaldo|familia de la Fuente]] ya que del matrimonio de Rafael Antonio de la Fuente Revillo y Francisca Ferreirós nació en San Carlos Carlos Julio de la Fuente, quien se casó con Ernestina Ferrer, hija de Juan Antonio Ferrer y María de la Asunción Tort, natural de Maldonado, hija esta última de doña Petrona.
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Ese nombre de Doña Petrona, dentro de lo que se llamaba Cerros de Cortés, lo dejó Petrona Cortés casada con Antonio Tort, antiguos vecinos del lugar. Estaban emparentados a la [[De_la_Fuente,_Reynaldo|familia de la Fuente]] ya que del matrimonio de [[Saga_de_una_familia_de_clase_media#RAFAEL_ANTONIO_DE_LA_FUENTE|Rafael Antonio de la Fuente Revillo]] y Francisca Ferreirós nació en San Carlos Carlos Julio de la Fuente, quien se casó con Ernestina Ferrer, hija de Juan Antonio Ferrer y María de la Asunción Tort, natural de Maldonado, hija esta última de doña Petrona.
  
 
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Revisión del 13:49 18 nov 2025

Archivo en construccion.jpg
El Peñasco.
El Peñasco.



La reconstrucción y embellecimiento edilicio de la residencia de El Peñasco con los mejores arquitectos de la época, junto a innumerables detalles de su entorno y su campiña matizada por un singular paisaje serrano, representó el canto del cisne para la fecunda actuación emprendedora de Rafael Wenceslao de la Fuente, quien adquirió la propiedad a la sucesión de Maximiliano Seijo en 1940.

Allí se asentaba una vieja guardia militar española que en tiempos de la colonia dominaba perfectamente todos los desplazamientos entre las ciudades de Maldonado y San Carlos.

Desde la residencia emplazada en la cima del cerro llamado de Doña Petrona, se tiene una vista imponente hacia el este y noreste donde destacan, más allá del cercano bosque de árboles frutales, y de plantíos próximos a la ruta 39 que une actualmente las dos ciudades, las vastas ondulaciones del valle, el legendario arroyo Maldonado y mucho más allá recortados sobre el horizonte, el perfil familiar de otras insinuaciones pétreas.

Sobre la base del cerro corría el camino real por el cual, tranquilos o presurosos, para ocasiones felices o infelices, transitaron a caballo entre ambas ciudades sus ancestros de varias generaciones anteriores.

Ese nombre de Doña Petrona, dentro de lo que se llamaba Cerros de Cortés, lo dejó Petrona Cortés casada con Antonio Tort, antiguos vecinos del lugar. Estaban emparentados a la familia de la Fuente ya que del matrimonio de Rafael Antonio de la Fuente Revillo y Francisca Ferreirós nació en San Carlos Carlos Julio de la Fuente, quien se casó con Ernestina Ferrer, hija de Juan Antonio Ferrer y María de la Asunción Tort, natural de Maldonado, hija esta última de doña Petrona.



Ubicación en el mapa:

https://maps.app.goo.gl/VxZNDuugQnK9Fpb49

Video de Zembrano Remates:



Relato de Reynaldo de la Fuente, extracto de su libro "Saga de una familia de clase media"



Una vez doblar hacia El Peñasco, mis ojos buscaron aquella residencia de intocable color terracota, que de niño sentí tan mía, y que descansaba altiva en la cima del cerro de doña Petrona. Conduje decidido por el camino de balastro que se proyectaba hacia la cuesta sobre la ladera oeste del pequeño cerro de leve pendiente que permitía un ascenso gradual hacia la altura. Mientras circulaba con lentitud, atento a las condiciones del terreno, creía adivinar la presencia sobre la derecha de cipreses lamberciana y algún perdido eucaliptus flanqueando mi marcha.

Luego de recorrer algo más de la mitad del camino encontré un lugar más ancho sobre la derecha y allí sobre ese costado detuve el auto, descendí y continué caminando.

Poco después, a unos doscientos metros de la casa, creí encontrarme en un sector muy familiar. Sobre la derecha el monte de árboles mayores, menores y arbustos. Primero vi una importante araucaria que nada me decía, pero más al fondo pude ver una coronilla y se me dibujó instantáneamente el ritual de buscar su leña, cortando primero troncos con una sierra y luego munidos de un hacha hacer astillas en un sitio más apropiado junto a Epitacio, el principal trabajador rural hermano de la cocinera que, muerto mi abuelo, mi abuela Renée podía permitirse emplear. Lo recuerdo con especial cariño pues era mi único amigo cuando como era frecuente, no había nadie de mi edad ni dispuesto a atender a un inquieto muchacho de diez o más años en la casa. Con él aprendí y compartí muchas tareas. En los restos del monte indígena, junto a árboles coronilla de troncos retorcidos, flor de la matriz energética de la patria vieja que aun escasamente pervive a la hora de nuestros clásicos asados, recuerdo haber reconocido muchos cardenales de rojo penacho, y en diciembre ver esos antiguos árboles escoltados por una multitud de mariposas celestes volando bajo.

¡Como disfrutaba ver arder la leña en el hogar de la estufa cuando iba en las vacaciones de julio! Mis sentidos se extasiaban en la percepción del calor radiado, los sorpresivos altibajos de la llama ardiente, el inesperado crepitar de la leña seca o el infrecuente tufillo de la leña verde. Todo un espectáculo para un niño criado en un céntrico departamento montevideano que al tiempo que me conmovía, intentaba disimular mientras esperaba mi turno durante las rigurosas y silenciosas sesiones de rummy canasta, que luego de morir mi abuelo, mi abuela Renée organizaba junto a mi tía Raquel y su yerno.

Mi abuela, que fue poco locuaz toda su vida, al enviudar su silencio se acrecentó aún más.

Mi querido padre - quizá por haberla heredado- nunca consideró esa condición natural de su madre, nunca entendió su lado introspectivo que la llevaba al aislamiento, y por eso le recriminó hasta el punto de no perdonarle que no le hubiese enseñado nunca el inglés que dominaba perfectamente por su padre, el médico inglés John Tyrell Edye radicado desde 1907 en Maldonado.

Al volver a la realidad reconocí los cambios realizados por los nuevos dueños en los alrededores de la casa. Pronto noté la ausencia de un conjunto de plantas de aloe dividiendo las dos sendas del tramo final de acceso a la cima. Cerca de esas plantas mi abuelo había fijado la casilla de Brown, un imponente perro negro que permanecía casi siempre atado, pues cuando alguna vez a la noche lograba escapar, algún pobre corderito amanecía destrozado.

Sobre la izquierda descubrí el esperado sector que llamábamos “el refugio”. Era algo sombrío por árboles de mediano porte en torno de cuyos troncos anudábamos hamacas paraguayas. Pero lo singular del lugar era un conjunto de altas formaciones pétreas distribuidas en contorno, que por su cerrada naturaleza se asemejaba a una caverna abierta al cielo. Se podía acceder a aquel bajo cráter, por un sinuoso pasadizo natural, y una vez adentro se sentía el alivio de estar a salvo de toda vigilancia, de toda perturbación.

Sólo los halcones podían husmear lo que pasaba en ese escondite que era por supuesto centro de todas mis fantasías. El mejor escondrijo cuando imaginaba ser un prófugo, o cuando jugaba a la escondida con mis primos. Un lugar muy íntimo cuando disfrutaba de pasar un rato en soledad, o cuando ideaba un encuentro a solas con alguien especial.

...

Una vez dejado el auto al costado del camino, crucé el alambrado y comencé a caminar entre el campo de olivos que se extiende a lo largo del frente del Peñasco. Para mí siempre estuvieron allí. Aunque nunca se explotaron, eran la avanzada de la trilogía mediterránea que mi abuelo soñó en honor a la España de sus antepasados. También había plantado en sitio preferencial, cercanos unos de otros, trigo y vid. El pan, el vino y el aceite que nunca podían faltar en su mesa.

Pero los olivos, a lo largo de todo el frente del lugar, sobre la carretera, significaron para mí el aval visual, la marca lanzada al tiempo de que se había llegado a territorio familiar. Más adelante, en un espacio intermedio entre los olivos y los viñedos estaba el tambo de mi tío Ricardo, el menor de los varones, y el más bohemio de la familia.

Durante el tiempo de esta vivencia Ricardo y yo dormíamos en la tercera planta de la residencia, que sólo tenía un pequeño dormitorio y un baño. La escalera era empinada y algo estrecha.

Al llegar al descanso de la última planta se percibía cierta lejanía respecto del resto de la casa. Sin ser marcada en sus dimensiones, tenía mucho de buhardilla, de espacio apartado y distante del ritmo y la humana interacción con el resto de quienes en la residencia vivían. El pequeño vestíbulo contiguo tenía tres aberturas, a la derecha una puerta de acceso a una gran terraza. De frente la puerta del baño y a la izquierda la puerta del muy despojado dormitorio con dos camas y dos ventanitas, una con vista al oeste, hacia donde más se expandía la amplia superficie de la propiedad, y la otra con vista al valle desde la que me gustaba mirar a la distancia emulando al “pequeño vigía lombardo” y soñar con que bien valía la pena darlo todo por la patria, por los ideales superiores.

A la noche, cuando me metía en la cama, nunca coincidía con mi tío que era soltero: o no estaba o ya estaba dormido. Convivir con él me resultaba muy cómodo, era un hombre sencillo, desprejuiciado y de pocas palabras. Nunca me llamó la atención por nada, su comportamiento me desnudaba cierta camaradería en el sentido de que en aquella casa se sentía tan huésped como yo. Era un hombre bueno, pero su llaneza con algún rasgo de indefensión, me hacía sentir cierta preocupación por que pudiese alcanzar satisfactoriamente aquello que se propusiese.

Las 15 vacas holando que tenía Ricardo, se ordeñaban dos veces por día. De mañana temprano y al atardecer. Como madrugaba para el primer ordeñe, yo lo acompañaba. Recuerdo haber ido muchas veces junto a los trabajadores del tambo al otro lado de la carretera donde las vacas pastaban próximas al cauce del arroyo Maldonado, para luego arrearlas sin violentarlas hasta el tambo. Una vez asegurada cada vaca en el lugar asignado, empezaba la rutina que había aprendido a realizar: una vez lavados sus pezones se comenzaba a ordeñarla, presionando cada mano sobre un pezón, a una altura muy cercana a la ubre. Al promediar el ordeñe matutino aparecía mi tío con el mate y el termo, prendía la radio y al rato usualmente se escuchaba algún tema de la sensación musical más popular de aquel tiempo, Julio Jaramillo cantando Nuestro juramento o En un bote de vela.

Un día algún acontecimiento nos congregó a todos en las inmediaciones del tambo a la media tarde, y como había que hacer tiempo hasta la hora del ordeñe vespertino, espontáneamente se generó un picadito con una pelota de fútbol que por allí apareció.

...

Esa mañana al llegar a la formación pétrea similar a una gruta, giré a la izquierda rumbo al oeste donde estaban los amplios garajes, el alojamiento de los peones, y muy cercana una pequeña caballeriza anexa a un gran corral que ahora presentaban otro aspecto. Luego se desplegaba la parte más extensa y abierta del campo, matizada al noroeste por algunos bosquecillos. Al pasar por los garajes recordé que en 1954 aún permanecían dos Ford T que pertenecieron a mi abuelo. Me gustaba a veces escabullirme dentro del amplio espacio que los albergaba, observarlos sin el control de nadie, y al rato subir al más próximo, sentarme en el asiento del conductor y simular que lo conducía. Poco después no podía evitar tirar atrevidamente de un vástago que activaba el arranque. Como estaban engranados en reversa, era típico que dieran un brusco envión hacia atrás lo cual me hacía desistir de toda otra prueba. Pero un día el brinco hacia atrás fue tan violento que produjo una fuerte presión sobre la pesada puerta corrediza de hierro que cayó hacia afuera ruidosamente con todo su peso. Esa vez mi travesura no pasó desapercibida. Menos aun cuando alguien dijo exageradamente que estaba a punto de pasar frente a ella, y que, de no haberlo ayudado la suerte, seguro habría terminado en el hospital. Otra cuenta para el collar de mis andanzas que alguna ociosa tía siempre se encargaba de inventariar recordé mientras observaba que la puerta del garaje no me parecía tan grande como de niño. Cercano de los garajes estaba el gallinero que ahora se había esfumado. Allí accedía con forzado cuidado junto a mi abuela y Renecita, mi querida prima mayor, a buscar huevos y a familiarizarme con las aves de corral. Recuerdo que había en las inmediaciones algunos pavos que no se mezclaban con las gallinas.

Luego me dirigí al lugar, muy cambiado ahora de la pequeña caballeriza dónde se almacenaban los arreos de los caballos, junto a tres cueros de oveja para montar sin recado, y dos o tres viejas y aporreadas monturas con sus correspondientes cinchas y estribos.

A ese recinto ingresaba confiadamente entre los 10 y los 13 años, y con mucha soltura tomaba un freno con las riendas correspondientes y un cuero de oveja para aislar al jinete de la piel del caballo. Seguidamente buscaba un caballo cercano, le ponía el freno, deslizaba el cuero sobre su lomo y ágilmente me encaramaba luego sobre el animal.

Lo próximo era todo disfrute trotando o galopando sobre las llanas pasturas, para luego frenar al animal para pasar a un tren exploratorio, atravesando al paso zonas de desplazamiento más riesgoso o menos conocidas. De pronto el terreno descendía levemente y adelante se abría un bosquecillo que me resultaba sombrío, sobrecogedor quizás. Era extrañamente húmedo, y eso se reflejaba en el perfumado humus de su suelo, y en el microclima que rodeaba a algunos ombúes de formas extrañas junto a especies varias de monte nativo. En un área muy pequeña, crecían juncos entre la tierra empantanada donde siempre creía adivinar la camuflada presencia de sigilosos mirasoles. El entorno aunado a la soledad que sólo mi caballo aliviaba, hacia volar mi imaginación, afinaba mis sentidos, mientras por mi mente desfilaba toda la tipología de siniestras emboscadas que había visto en el cine o leído en los westerns de innumerables novelitas de la diminuta y áurea colección Bruguera de bolsillo.

Más adelante, cuando el terreno se elevaba y aparecían rocas multiformes, cactus, espinas de la cruz, ceibos y arrayanes dispersos, sostenía la cautela, pero como a menudo el sol comenzaba a irrumpir sobre mi piel, disfrutaba de su tibieza y mi ánimo mejoraba mientras agarraba fuerte las crines del fiel animal, elevando la mirada y adhiriendo mis piernas a sus costados. No tardaba en experimentar una única, y muy grata sensación de muchacho libre y autoválido.

...

Esa mañana amaneció con el cielo encapotado, Una vez en el lugar común de la misión trazada, me perdí, ajeno al pasar del tiempo, por los senderos, bosquecillos, alturas, llanos y escondrijos del Peñasco como lo hiciera de niño, cuando la propiedad perteneciera a mi familia.

Después me aproximé a la residencia y le pedí al amable casero de los dueños actuales para ingresar por unos momentos a la casa vacía. Subí antes que nada a la planta superior donde de niño compartía el dormitorio con mi tío Ricardo. Allí los amplios ventanales al frente del cuarto que miraban al valle, y una amplia terraza exterior al fondo, permitían una excelente visión circular. Mientras trataba de apreciar desde la terraza los cambios en el paisaje cercano, producto de la iniciativa de los dueños que más posibilidades en el tiempo habían tenido para disfrutar y querer ese lugar: la familia Kohen, pensé cuan amigables y generosos habían sido, para que quienes también teníamos sentimientos por todo aquello, tuviésemos la esporádica posibilidad de acceder y contemplarlo.

A continuación, encontré en el paisaje cercano árboles algo más exóticos que los que recordaba, como liquidámbares, tilos y jacarandás que coloreaban exquisitamente un melancólico paisaje otoñal. Poco después descendí las dos escaleras que conducían a la planta baja, en la que, salvo el mobiliario nada había cambiado. Allí estaba el gran living comedor rectangular enmarcado por una imponente puerta ventana permitiendo el acceso a una gran terraza, que proyectaba desde la altura una bella vista panorámica de la extensa llanura surcada a lo lejos por las líneas paralelas de la transitada carretera y el arroyo Maldonado. Allí lucía mucho la importantísima reforma realizada a la residencia original de Maximiliano Seijo para hacer más confortables sus ambientes y aberturas, y maximizar el disfrute visual del elevado entorno sobre el cual la casa se emplazaba, que había sido realizada por el Arq. Julio Vilamajó, muy amigo de mi abuelo, que también le había diseñado una sobria casita en la Pastora donde vivió algunos años, ubicada donde actualmente está el edificio Millenium, muy próximo al hotel Conrad.

En aquel living, que ahora lucía como de uso diario faltaba obviamente la mística de lugar reservado sólo para acontecimientos especiales que mi abuela paterna le asignaba, y también el boato del mobiliario y la cuidada decoración que le había impreso el arquitecto catalán Antonio Bonet, que otrora se había destacado, construyéndole el hermoso chalet La Gallarda en la zona puntaesteña de Cantegrill a su compatriota el connotado poeta Rafael Alberti. Pronto pasé aquello por alto y me concentré en observar las paredes del lado izquierdo y derecho de una bien diseñada estufa de leña dónde en el pasado mi abuelo había dispuesto vitrinas conteniendo recuerdos simbólicos de la vida de nuestros antepasados.

Con la vista perdida ante esa estufa recordé cada uno de los objetos que aquellas vitrinas atesoraban, y que si bien ya no estaban, nunca los olvidaría pues los había fijado indeleblemente en mi memoria de 13 años, consciente de que los estaba viendo por última vez, mientras afuera de la casa dónde se había celebrado el remate de toda la propiedad, se coordinaba y documentaba lo usual con el nuevo dueño, el estanciero Cecilio Arrarte Corbo, viejo amigo y correligionario de mi abuelo en filas del partido nacional.

Poco después huyendo de los protagonistas del remate que podían aparecer en cualquier momento, corrí hacia la terraza y me escabullí por el lado izquierdo donde nacía un camino serpenteante que permitía el descenso a pie desde el cerro.





Reynaldo de la Fuente

Correo electrónico: delafuen1@gmail.com


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