Diferencia entre revisiones de «La prensa recoge el homenaje al Dr. Rivero»
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Revisión del 11:47 3 mar 2016
Maldonado rindió homenaje a un médico de ciencia y corazón
Transcripción de recorte de diario publicado en 1949, luego de que el pueblo obsequiara el consultorio al Dr. Rivero, en justo y necesario agradecimiento y retribución por su entrega incondicional.
El pueblo de Maldonado, que tiene como ningún otro una clara herencia de hidalguía española, rindió el martes un gran homenaje al Dr. Elbio Rivero.
Rivero es hijo de Maldonado. Seguramente ningún hijo de Maldonado quiere más hondamente a su pueblo. Lo quiere en sus arenales y en sus bosques, y en sus colinas, y en su playa, y en las espumas de su mar y en el voltear del aire perfumado. Nadie como él le ha sido fiel. Le ha entregado su afecto, un afecto callado y por eso más profundo.
Como estudiante, vivió con la obsesión de su pueblo y en cuanto obtuvo su título no se le presentaron vacilaciones: la atracción sagrada de su tierra le llevó a cumplir allí su misión profesional y su misión de hombre. Porque es menester decirlo de este modo: la profesión de Rivero y la hombría de Rivero corren parejas hacia una misma finalidad colmada por las maravillas de la simplicidad que le infunde a cuanto hace. Esa finalidad es el bien cumplido, como un imperativo sacro que aprendió de auténticos apóstoles en la escuela y el liceo y que le fue infundido por un ambiente impregnado de buenas intenciones.
Durante muchos años Rivero practicó su profesión. Pudo hacerse rico. No lo hizo. Pudo rodearse del lujo. No quiso. Pudo explotar la riquísima vecindad de Punta del Este. Rechazó la tentación. Prefirió la cosa más contra-natural y aparentemente loca: entregarse al bien, por impulso dadivoso, por sugestión del pasado pobrísimo del pueblo, como obedeciendo a una orden dada por todas las familias sin recursos que él vio a lo largo de su vida y que significaron afectos profundos para él y para los suyos.
Rivero eligió su parte, como Elodia Montañés, como su difunto hermano Luis Ángel Rivero, como el Maestro Dodera, como la Maestra Florentina, como tantos otros que entregaron lo que se les dio con total abnegación y generosidad.
No se trabaja en vano cuando se trabaja de este modo. El pueblo sabe discernir.
No es cierto que la sabiduría esté en los menos. Está especialmente en los más, en ese don de adivinar la verdad y la belleza que la curiosidad santa del pueblo penetra a base de amorosa solicitud.
El pueblo ha visto ese apostolado de Rivero. Le vio en la mañana, junto al lecho pobrísimo. Le vio en la tarde junto al hombre de campo humillado por el dolor de su escasa producción y la imposibilidad de la paga inmediata. Le vio en la noche atendiendo cuando los otros duermen. Le vio en la madrugada en lo mas alejado del suburbio junto al lecho donde vive y muere un niño negro o blanco; tanto da, que el amor no se afana en los artificios de las diferencias.
Y todos saben que Rivero va a donde se le llama cualquiera sea el tiempo y la hora de la ocupación. Y todos saben que no importan el dinero y la deuda. Rivero no va para eso, no nació para eso, ni eso le importa. Está por encima del oro y de sus poseedores. El vive con la tentación de otro brillo: el de un deber de servir a los demás porque eso es su gusto y esa es su prosapia.
Él no es un mercader: es un apóstol. Él no cuenta al caer la tarde las monedas de su consulta: el cuenta en su interior las emociones de su espíritu; la palabra agradecida; la mirada del niño que le entregó su sonrisa dolorosa; la bendición de la viejecita que quisiera colmarle de todos los dones de la vida si pudiera... Y esa es cuenta también de su rosario de obras buenas que ha ido creciente en resplandores.
El pueblo vio a Rivero como le vemos todos: vencedor de las tentaciones de la gloria, de las tentaciones del poder, de las tentaciones del dinero, de las tentaciones del egoísmo. Rivero eligió su parte: la parte de la simplicidad, la parte del amor que entrega sin pedir devoluciones, la parte de la misericordia, la parte de su sacrificio de hombre, la parte de su emoción profunda y sostenida y que se alimenta con obras buenas que siembra como sin querer, por mandato de un corazón que le salta dentro del pecho cuando algo hay que realizar en beneficio de alguien, primero, segundo o último en la escala de las clasificaciones sociales.
Y por eso Maldonado quiso testimoniarle su agradecimiento. Hizo lo que hacen los pueblos con sus benefactores: regalar. Es poco una casa y una máquina. Pero lleva el sentido de una definición del amor. Hizo lo mismo José Pedro Varela con su médico, Podestá que, como Rivero, hizo entrega sin pedir y sin esperar más recompensa que la que sale del corazón.
Y el pueblo de Maldonado acompañó al Dr. Rivero hasta su casa. Magnífica procesión, sin duda. los amigos, los agradecidos, los que leyeron en sus obras, los que vivieron de su ciencia, los que amaron su conducta, iban junto a él, dando testimonio por aquellas calles de la ciudad histórica.
Y los pasos del pueblo resonaron seguramente en su alma. Y los habrá sentido como pasos históricos: los pasos de todos los que se fueron y le amaron, a él y a los suyos. Y habrá sido ese el único momento en que su cuerpo y su espíritu no sintieron la preocupación obsesionante de todos los días. Y habrá pensado lo mejor: que más que los campos y las casas y las riquezas que pudiera haber ganado con un ejercicio honorable y estricto de su profesión, valía este amor del pueblo, este palpitar de la muchedumbre agradecida, esta gracia de sentirse bueno a través de la sonrisa y el afecto de cientos y miles de personas amigas...
"No ha muerto don Quijote; se pasea,
adarga al brazo por la historia humana".
Aún vive el quijotismo idealista de la bondad que entrega los dones por amor al prójimo. Y para hombres como él se escribió en un libro que no perece, el de la Sabiduría, el versículo prometedor: "Mete la limosna en el seno del pobre, y ella rogará por ti para librarte de toda suerte de males".
Rivero la puso en el seno de todos los pobres. Y ellos dan testimonio ante Dios. Y ninguno valdrá más que el de ellos, predestinados por ser hijos del hambre y la sed insatisfechas...
T.G.B.
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