El Mayoral de la Diligencia

De Banco de Historias Locales - BHL
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Estanislao Tassano.


Del libro “La Balsa – Entre Cuentos y Relatos”, Florida, 1971 E. Máximo Tassano EL MAYORAL DE LA DILIGENCIA Relato


Desde niño sabía que tenía que ser mayoral de diligencia. Para serlo, se necesitaba carácter, y él lo fue formando desde esa edad en que ya se pueden apreciar los imponderables que forman una personalidad.

Sabía que para ser mayoral tenía que ser ante todo, enérgico y muy honrado, condiciones sin las cuales nadie podía aspirar a manejar y dominar caballos y de los hombres hacerse respetable.

Había que saber meterse en los pantanos y salir de ellos; atravesar corrientes impetuosas, horadar con vista de lince las tinieblas, las distancias y las intenciones; soportar estoicamente el calor, el frío, la lluvia y el viento; respetar al prójimo y cuidar como a hijos a sus pasajeros.

Para todo ello de nada le servía el latín o el francés que le querían enseñar en la Escuela Ramírez… Empezó por romper una pizarra en la cabeza de un compañero que trató de “tano” a su padre y abollar de un manotazo la galera al profesor de francés porque lo trató de “âne” debido a su mala aplicación, cuando, en realidad, era porque no quería estudiar, sino ser mayoral de diligencia.

Cuando ya anunciaban en él las sensaciones de la sexualidad, despreció los halagos de la Marincha, sencillamente porque era hija de Emmanuele, el talabartero, y Emmanuele era su amigo y él nunca traicionaba a un amigo, que deshonrarle una hija era traicionarlo. Emmanuele le enseñaba a confeccionar arreos, trenzas, lazos y látigos. Todo le iba a servir para aparejar caballos a la diligencia, manejarlos y dominarlos desde los extremos de las riendas o desde la punta de las azoteras de los látigos. Su lealtad para con sus amigos y sus fuertes puños, se hicieron proverbiales.

Mocito ya, evitó que el tuerto Zacarías robara un caballo de la posta del mayoral Fernández del que siempre entresacaba buenas enseñanzas sobre el trabajo que anhelaba y admiraba. Propinó a Zacarías una soberana “paliza” con su arreador; lo insultó y amenazó además con repetir el plato multiplicado, si intentaba otra vez el robo. Era la nobleza y la rectitud aflorando en medio de un escenario rústico y hostil. Fernández lo supo y premió su valor, adhesión y honradez, tomándolo como ayudante.

Aprendió en pocos años lo que aún le faltaba para saberlo todo: manejar una diligencia con cuatro caballos traseros y cuatro delanteros o “boleros”; con cuarteador o sin él; hacer restallar el látigo largo con precisión; tratar con las gentes, pasajes, encomiendas o encargos; llevar y traer libras esterlinas y realizar pagos por orden de terceros, rindiendo cuentas al centésimo; conocer palmo a palmo a Montevideo y su alto comercio; transitar por sus calles con gruesas sumas de dinero y valores en coche o a pie, desde y hacia Bancos o Registros; a hacerse respetado y respetable; a interpretar misiones y cumplirlas. En fin: a ser en todo y por todo, absolutamente responsable.

Entonces como ahora había en Montevideo ladrones, asaltantes y cuentistas. La ciudad no era tan chica como su pueblo, ni tan grande como para que un espíritu despierto, observador, perspicaz y atento, no descubriera a primera vista las intenciones aviesas de unos y la honestidad y sinceridad de otros.

Como era musculoso y fuerte y se expresaba con firmeza y propiedad, infundía consideración y respeto a éstos y temor a aquéllos. Como persona dueña de sí misma, prefería lo primero antes que lo segundo. No obstante, quien o quienes lo desestimaron, tuvieron que arrepentirse, generalmente golpeados o ensangrentados, para lo cual muy pocas veces necesitó exhibir su cuchillo o revólver, los que no hubiera titubeado en usarlos llegado el caso. Se le conocía en su mirada.

Hombre ya, pero muy joven, tuvo su propia diligencia conocida por “La Comercial del Este”, y que mantenía en impecable estado. En su vida de mayoral, tuvo bajo su mando a varios cuarteadores y postillones. El que respondía a sus exigencias, podía tener la seguridad de su aprecio, buen trato y buena paga.

En su ir y venir, vio crecer y progresar a Punta Ballena y Piriápolis, obra y ejemplo de pioneros del progreso, como lo fueron Don Antonio Lussich y Don Francisco Piria; vio adelantar a Montevideo con paso de gigante. Pasó con su carromato por entre las revoluciones de 1897 y 1904 y los movimientos subversivos que entre esos años y posteriormente se sucedieron, munido de un pasaporte del Correo. Blancos y colorados lo respetaban; lo dejaban pasar tranquilamente por entre sus líneas. Salvo por error le requisaban las caballadas y casi siempre se las reintegraban. Las más de las veces, una rápida y respetuosa inspección por si en el pasaje iba un enemigo.

La diligencia era el medio de locomoción y comunicación más rápido, moderno y seguro de aquéllos lejanos tiempos y tanto colorados como blancos, sabían en el fondo mismo de sus pasiones, que al progreso no había que combatirlo ni menos matarlo. El auriga también lo sabía y lo anhelaba. La diligencia jamás sirvió, directa o indirectamente, como instrumento o auxiliar de guerra.

Sus largos y penosos años de diligenciero, los aguantó en base a cruentos sacrificios. Sin un camino siquiera mejorado; con solo dos puentes en Mosquitos y Solís Chico, en los que se pagaban peajes de veinticuatro y veinte centésimos respectivamente; con calores abrasadores, lluvias torrenciales y tempestades deshechas; con “peludos” de punta a punta de su ruta; con arroyos y cañadas desbordados; con heladas que blanqueaban su poncho y el del cuarteador y que había que raspar con el lomo de los cuchillos. En las posadas del camino, había comido muchos huevos fritos en grasa y envejecidas galletas marineras.

A los viejos como él, que le recordaban aquéllos tiempos de sus mocedades como los mejores, les decía que se dejaran de jorobar con esas épocas de miserias y de trabajos forzados por la necesidad; de peligros y penalidades sin cuento para ganar veinticinco reales por cada pasaje; que bien se vive ahora y plata se gana ahora, inhibido solamente para el haragán o el bichicome que, por otra parte, los había entonces como en el presente.

Amaba, pues, el progreso; tanto es así, que a medida que avanzaba el ferrocarril, él retrocedía el punto terminal de su recorrido sin pena ni rencor, y cuando el coloso de hierro llegó a su pueblo, lo celebró como el mejor y vendió su diligencia para que la convirtieran en carro, ya que, por su magra economía, no se podía permitir el lujo de conservarla como un museo de sus más grandes amores y recuerdos.

Cuando la vio pasar por el gran portalón del traspatio de su casa – principio y fin de sus jornadas y desvelos – junto a sus hijos y abnegada mujer, no pudo contener una lágrima que pugnaba por secar con sus manos de hombre integral. “Con esta diligencia les he dado de comer a Vds.; todo lo que tengo (que era bien poco) se lo debo a ella…” les dijo y se fue para dentro a vivir su vejez rodeado de recuerdos, afectos y amigos.




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