El Universo de Los Gordos

De Banco de Historias Locales - BHL
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En cada sitio siempre hay alguien que crea un aire de magia y hay gente que la posee, como decía García Lorca, que tiene “duende”. La historia de Punta del Este es imposible sobrevolarla sin mencionar dos personajes del siglo XX: Margarita Fillerín y Alberto Iribarren. Las décadas de trabajo y presencia que ambos personificaron es hoy indisociable de la evolución que Punta del Este tuvo en lo local e internacional. Su accionar quedará marcado por su vivaz actividad social y cultural. A raíz de lo que habían acumulado en sus propias vidas, “El Gordo” y Margarita desarrollaron una manera de vivir, un “savoir faire”, que imprimió al balneario un toque de gran distinción y originalidad. La divisa: autenticidad y excelencia.

Más de un habitué del universo esteño debe aún recordar con nostalgia la vida social de Punta del Este durante los agitados veranos o los plácidos inviernos en las décadas de los años 50 y 60. Ellos marcaron la coronación de la estación balnearia como un remanso de calidad y serenidad; y en ese universo vivía el nombre de “Los Gordos”.

El aporte de Margarita y “El Gordo” se basó en la capacidad de reinvertir lo que ambos habían recogido y crear con ello lugares y ambientes, con la dosis de fantasía y arte que cada uno podía incorporar y la que podían aportar también los veraneantes.

En lo que se refiere a la historia de Alberto Iribarren, descendía de una familia vasca emigrada a la Argentina. Amantes del espectáculo, habían instalado y creado algunas salas de teatro y concierto en Buenos Aires. Así fue como “El Gordo” creció entre las bambalinas, los grandes salones y el contacto con los artistas. Buenos Aires recibía los destacados grupos musicales del momento y algunos ballets. Muchos actuaban en el Liberty, propiedad de los Iribarren. No en vano surge allí la vocación de Alberto, imbricada en el mundo de las artes. Cuando el joven Iribarren emprenda un viaje a Europa, el París de los años 30 hará el resto. Se instala en Montmartre para impregnarse de las corrientes imperantes, destacándose ya como dibujante. Será de todos modos un ser muy curioso a quien la vida de la ciudad, de la calle, de los talleres, de los cabarets y cafés le interesará sobremanera. De esa época, dejará una serie de caricaturas, dibujos y croquis. La capital francesa le permitió conocer un universo de artistas de renombre, los que reconocían en él su autenticidad, su interés y curiosidad por el arte. De cabello engominado, gran sonrisa, camisa bien cuidada y una golilla al cuello, el joven era ya otro latinoamericano más en París, de aquellos comprometidos en descubrir un mundo nuevo y de integrarse en él. Frecuentó mucho a artistas como Galanis, en el 12 de la rue Cortot. La colina de Montmartre era todavía el universo de Utrillo, Suzanne Valadon, Max Jacob y Tristán Tzara.