Relato de Giacomo Reborati (pasajero, 1905
Nada más elocuente para recrear un viaje en la diligencia que el relato de un protagonista. En efecto, el señor Giacomo Reborati viajó a Maldonado con su familia, en el año 1905, en La Comercial del Este, acompañado por la familia de doña Elvira Correa de Marini, conceptuada vecina veraniega de la zona. Dicho relato, fresco y enriquecedor, lo realizó el Sr. Reborati en un libro único, y manuscrito en italiano, cuya traducción transcribimos a continuación.
DIARIO DE VIAJE Maldonado, enero de 1905.
“Estamos aquí, en Maldonado, desde el 28 de diciembre, encantados por la belleza del lugar y por la hospitalidad de la Sra. Elvira Correa de Marini. Hoy, después de varias semanas de sequía, una lluvia lenta y benéfica vino a refrescar la temperatura y a reverdecer la campiña. Aprovecho para escribir mi primera impresión sobre nuestro viaje en diligencia y sobre estos lugares.
Mi primer viaje con este medio primitivo de locomoción lo hice de niño (creo que en el año 1869 entre Génova y Niza). En aquella época no había ferrocarril. Este, pues, en Maldonado, sería el segundo, y ¡a cuánta distancia en el tiempo!
Partimos de Montevideo a las seis de la mañana en el Tren del Este que, después de casi seis horas de viaje para recorrer los 90 kilómetros que hay entre la capital y aquella estación terminal, nos deposita en la estación La Sierra, pequeño caserío, no lejos de la costa oceánica. Desde este lugar, en llanuras ligeramente onduladas, divisamos varias elevaciones que se perfilan en el horizonte. Son la Sierra de las Ánimas y el Pan de Azúcar, detrás de los cuales deberá llevarnos la diligencia.
Hacemos una rápida colación en la única fonda u hostería (que es una especie de rancho con techo de paja) donde nos ofrecen un magro puchero y alguna otra cosa por la pequeña suma de $ 2,50 por cabeza.
Vamos hacia la diligencia que nos espera repleta de pasajeros.
Es un gran vehículo, según el modelo de nuestras antiguas diligencias, pintado de amarillo vivo, pero mucho más sólido, que podría rodar por un barranco sin desarmarse.
Está montada sobre cuatro ruedas solidísimas, muy altas las de atrás, que tienen por lo menos 1,70 m de diámetro. Esto es para poder vadear los cursos de agua, que son comunes en esta República y que cortan el camino.
Las ventanillas no tienen vidrios sino persianas para poder cerrarlas en caso de lluvias. Los vidrios se romperían demasiado fácilmente, con evidente peligro para los viajeros.
El techo está ocupado por el equipaje (incluido nuestro enorme barril.) “No menos de 800 kg”, nos dice el conductor.
En el interior ocupan su puesto ocho personas, incluida Annetta, nuestra mucama, a la que llevamos con nosotros. María, Albertito y yo viajamos adelante, en el pescante, puestos privilegiados que reservamos por anticipado. El conductor y “Mayoral” con otro viajero están a nuestros pies, sentados sobre el saco de la correspondencia porque la diligencia hace también el servicio postal entre La Sierra, Maldonado y San Carlos, pequeñas ciudades del departamento de Maldonado.
Pero lo más curioso es la disposición de los once caballos “criollos”, no hermosos pero muy robustos, que deberán tirar del pesado vehículo. Hay cuatro al frente, luego otros cuatro, después otros dos y, finalmente -cinco metros adelante - el undécimo, cabalgado por el “cuarteador”, un negro esbelto y vigoroso, encargado de la dirección del convoy, una especie de piloto que escoge los puntos mejores del camino y conduce hacia allí los otros caballos, mediante la larga y sólida correa de cuero asegurada a la montura de su caballo.
Partimos; el camino es pintoresco pero pésimo. El suelo desigual está surcado por profundos fosos dejados por las aguas pluviales, sembrados de piedras, por subidas hechas escalones y descensos rápidos, pantanos y matorrales. En ciertos puntos de mayor pendiente, durante las grandes lluvias, las aguas han excavado barrancas de algunos metros de profundidad, al borde de las cuales debemos pasar entre zarzas de cardos salvajes. El camino está trazado y limitado por “alambrados”, o sea, un tendido de hilos de hierro sujeto en palos de madera dura, que corre entre las praderas donde pasta el ganado bovino e inmenso rebaño de ovejas. Los primeros momentos de esta segunda parte del viaje están lejos de ser agradables.
Cada instante parece que fuéramos a rodar. Los viajeros entrechocan en medio de los gritos de espanto de las señoras. En ciertos violentos movimientos del rodado, alguna cabeza se golpea en la pared de madera de la ventanilla, providencialmente privada de vidrios. Pero el infernal medio de locomoción corre veloz en la silvestre campiña desierta, tan solo animada por el gorjear de toda clase de innumerables pájaros.
Ahora se aprecia toda la importancia de la misión del cuarteador, que despliega una actividad y una pericia increíbles. Él mira un poco a la diligencia y otro poco hacia adelante, lanzando su cabalgadura un poco a diestra, otro poco a siniestra, describiendo a veces un semicírculo, como si debiese volver hacia atrás; y con precisión matemática nos hace evitar piedras, fosos y barrancos.
iua_diligencia_01-0006.jpg El cuarteador
Cuando el camino presenta un trazo más liso, los once caballos son lanzados a galope tendido. Tenemos que recorrer casi doce “leguas”, o sea sesenta kilómetros. A pesar del mínimo confort con que viajamos, el tiempo pasa pronto gracias a la belleza y novedad del paisaje que atrae toda nuestra atención. Por otra parte, ya todos se han habituado a esta carrera furibunda, a esta trayectoria del bólido del que formamos parte y que parece derribar y sobrepasar cualquier obstáculo. Entre el verde claro de los pastos, los cardos selváticos altos y numerosísimos ponen su nota grisácea y la hermosa mancha azul-violácea de sus flores soberbias. Bandadas de tórtolas emprenden vuelo a medida que nos acercamos. Las lechuzas erguidas e inmóviles sobre los palos del alambrado nos miran con sus ojos fijos y redondos, mientras que alguna gran perdiz gris se levanta rumorosamente bajo los caballos, alejándose horizontalmente.
Pasamos al pie de la Sierra de las Ánimas, la mayor altura del Uruguay. La Piedra Alta tiene apenas 500 metros. Estas elevaciones no pueden llamarse montañas, sino simplemente cerros, como las llaman aquí, pero a la vista parecen relativamente importantes en medio de la llanura ondulada que recorremos.
Luego giramos en torno a la falda del Pan de Azúcar, cuya forma le ha valido su nombre. Su cima rocosa blanquea al sol. En un cierto momento en que se va al paso, por la dificultad del camino que corre al borde de un curso de agua muy encajonado, desciendo a tierra para tomar algunas fotografías y corro adelante. Un lagarto verde de medio metro de largo zigzaguea entre los pies. Un poco más lejos se cambian los caballos.
Desde el corral, perdido en aquel desierto, sale un negro que conduce otros once caballos. Durante la larga operación de cambio descendemos todos para desentumecer las piernas, mientras algunos centenares de bovinos que están pastando en la pradera se aproximan para observarnos curiosamente.
Y me faltaba aún presentar al “Mayoral” y propietario de la diligencia. Él es hijo de italianos y se llama Estanislao Tassano. Su padre es de Sestri Levante.
Alto, robusto, jovial, desde hace veinte años realiza este trabajo y, aunque nacido en Uruguay, habla correctamente el genovés. Es muy simpático y discurre conmigo -con verdadero placer- de nuestra Liguria, que no conoce y que seguramente jamás verá. Sólo sabe aquello que le han contado en su casa. Yo he conocido a muchos de estos italianos nacidos en América. En virtud de las leyes locales ellos son ciudadanos uruguayos, “orientales” como se llaman aquí, y aman fuertemente su patria americana, que no es la de sus padres. Estos les han enseñado el patrio idioma e infundido a sus hijos americanos el gusto del “minestrone”, del “risotto alla milanesa” o de los “maccheroni alla pomarola”, junto con el del puchero, del asado a la criolla y del mate.
La diligencia está pronta y reemprendemos el viaje al galope a través de la inmensa llanura verde y ondulada en la cual, en algunos lugares, las recientes mieses extienden manchas amarillentas claras. A lo lejos, en el verde de las praderas, en el cerro de hierba olorosa, se mueven como manchas en la bruma numerosas manadas de bueyes y tropillas de caballos.
Desde una altura, adonde llegamos después de una carrera desenfrenada, divisamos una vasta zona cubierta de bosques de eucaliptus, de pinos y viñedos. Es Piriápolis, la espléndida hacienda de Piria. Este industrial italiano ha transformado el aspecto de esa región que quiere convertir en edén capaz de atraer a los acaudalados bañistas de ambas márgenes del Río de la Plata, puesto que una parte de dicha inmensa propiedad se asoma al río que aquí bien puede decirse que es océano. Ya construyó hoteles y varias plazoletas, para acoger a los futuros bañistas. Él piensa construir, dentro de poco, un ferrocarril de trocha angosta que unirá sus posesiones con la estación La Sierra, de la que venimos.
Divisamos también una importante plantación de olivos. En esa grandiosa empresa Piria ha gastado ya un millón de escudos de oro, me dice Tassano.
El camino que recorremos pasa por Piriápolis, no lejos del mar, y en esa vecindad cambiamos otra vez los caballos.
Esta vez le agregan dos más con sus respectivos “cuarteadores”, o sea trece, ya que deberemos atravesar las altas dunas de arena que tenemos por delante.
Pronto llegamos a la barra del arroyo El Potrero, pequeño curso de agua sobre el cual - notable progreso - se ha tendido un pequeño puente de madera totalmente nuevo, pasado el cual estamos en la arena.
El contraste es singular. De un lado, el verde oscuro de los espesos matorrales y el más claro de los sauces llorones, que cubren las márgenes de la barra de la que señalan el curso en la rasa campiña; del otro, las grandes colinas de finísima arena amarillenta, casi blanca, limpia y completamente alisada por los vientos marinos que cambian a menudo su configuración.
Revisando las monturas en arroyo El Potrero
Pasajeros caminando para alivianar la diligencia
El pesado vehículo, no obstante el esfuerzo de sus trece caballos a los que Tassano fustiga con su largo látigo, recorre pocos metros y se hunde en la blanda arena que, bajo la luz del sol, parece casi nieve. Ya que es preciso trasponer la cima de una gran duna, para luego descender hacia el mar, estamos obligados a apearnos todos para aligerar el vehículo que pronto reemprende su fatigosa marcha.
Seguimos dejando sobre aquella superficie inmaculada la huella de nuestros pasos como sobre un campo de nieve. Se camina fatigosamente y Tassano, con su larga fusta, continúa atormentando a las pobres bestias que se hunden hasta los garrones. Por fortuna el sol se ha ocultado detrás de los grandes nubarrones blancos que el viento empuja hacia el este.
Elvirita y Alberto no sienten fatiga: están entusiasmados por la novedad de la cosa, especialmente Alberto, que va adelante con su pequeño fusil de bandolera.
Finalmente, jadeantes y sudorosos, llegamos a la cima del médano desde el cual divisamos el océano azul, vuelto más profundo por las ráfagas, que se destaca netamente de las blancas arenas que bordean la costa.
La playa, ancha y llana, se extiende en vasto semicírculo.
Volvemos a ocupar nuestro puesto en la diligencia y se desciende al mar. Sobre la arena húmeda y dura el vehículo corre mejor. Viajamos así algunos kilómetros sin sacudidas, envueltos por la brisa marina, mientras las olas, que acarician constantemente la interminable playa blanca, vienen a lamer las patas de los caballos.
Numerosos grupos de gaviotas blancas con alas negras se reúnen en conciliábulo en la orilla del mar. Pero he aquí que nos encontramos con una pequeña y rocosa escotadura al dorso de un promontorio recortado, cuyas paredes rojizas y graníticas caen a pico. Es el Portezuelo; y aquel promontorio es Punta Ballena. Frente a este obstáculo dejamos la costa para internarnos hacia la llanura donde está Maldonado.
Otro gran obstáculo nos espera. Debemos superar el lomo de Punta Ballena de la cual el cabo homólogo es su prolongación. Sobre esta pintoresca altura, cubierta de pinos y eucaliptus, está situada Villa Lussich, del conocido armador de Montevideo.
El camino que trepa por él es bastante empinado, especialmente para un vehículo cargado y pesado como el nuestro. El suelo es desigual y lleno de piedras arrastradas de lo alto por las aguas pluviales, que dejan profundos surcos como arañazos ciclópeos.
Yo me pregunto si se podrá pasar sanos y salvos por ese “dantesco” camino, en esta diligencia tan alta y tan cargada en su techo; y sonrío, pensando en el ómnibus “Baciccia” de Portofino que, en aquel camino llano, a veces nos parecía peligroso.
Después de un breve reposo, aquellos bravos cuadrúpedos criollos de garrones de acero arrastran por la pendiente, sin detenerse más, los tres mil kilos de nuestro convoy, en tanto los cuarteadores redoblan su atención y destreza para conducirnos sin tropiezos a la conquista de aquella sierra.
Una vez llegados a la cima, divisamos el espléndido panorama que se extiende hacia el este y que el promontorio de Punta Ballena nos ocultaba.
A diestra, la ilimitada extensión del océano, con su tinte profundo, que la franja plateada de la playa separa de la verdeante campiña ondulada. A siniestra, la gran llanura de tintes variados manchados por espesos bosques que forman islotes de verde oscuro. Henos ante la gran Laguna del Diario, cubierta parcialmente por altos juncos, sobre la cual vuelan en busca de presa bandadas de caranchos “Poliborus Brasiliensis”. El fondo de este escenario lo forman el perfil violáceo de picos aislados que se alzan en la llanura lejana.
Nos impiden gozar totalmente de este espectáculo las violentas sacudidas de la diligencia que se apresta a descender la cuesta tan fatigosamente conquistada. El eje del camino es oblicuo y a veces, para evitar un obstáculo, la diligencia se inclina bruscamente a un lado. Dado el peso que está sobre el techo y lo empinado del terreno, una nada podría hacerla precipitar, tanto más que nuestro vehículo, como todos los de esta tierra, está desprovisto de frenos, y los caballos con dificultad aguantan su empuje. Tassano, con todas las riendas en sus manos enormes, las tira con violencia hacia sí. Gracias a Dios llegamos al llano. Esto ha sido el momento más emocionante del viaje. Nos queda todavía por delante una hora de camino.
Desde las siete se corre de ese modo. A lo lejos surge la brillante mayólica azul de las cúpulas de la Catedral de Maldonado a la que Febo envuelve con su último centelleo de oro. Nos sentimos muertos de cansancio pero al mismo tiempo encantados con nuestro pintoresco viaje.
Llegamos a un rancho solitario donde, una vez más, debemos hacer cambio de caballos porque la diligencia debe proseguir hasta San Carlos, a una docena de kilómetros de Maldonado, la ciudad fernandina, como se la llama.
El rancho está desierto y los caballos de recambio pastan en plena libertad. Hay que ir a arrearlos. El cuarteador negro parte al galope, munido de un lazo y de una larga fusta.
Ha caído la noche, una noche sin luna pero clara. El tiempo pasa y los caballos no llegan. En nuestra casa, desde hace por lo menos dos horas, nos están esperando.
En la semioscuridad, a lo lejos vemos galopar la tropilla en grupo cerrado, furiosamente perseguida por el negro que la va empujando a latigazos hacia donde estamos, con gritos y silbidos. Después de cuarenta minutos de espera, el cambio está hecho.
Los caballos que nos han conducido hasta aquí son dejados en libertad. Ellos sacuden frenéticamente el lomo, relinchando de placer, y se adentran al trote en la pradera donde permanecerán durante algunos días, sin que nadie se preocupe por ellos, hasta el regreso de la diligencia.
El servicio no podría ser ni más sencillo, ni más económico. ¡La única cosa que no se economiza es el tiempo!
Otra media hora de galope (interrumpido por el pasaje a nado de algunos arroyo donde los caballos desaparecen hasta la mitad y el vehículo hasta debajo del nivel de su piso) y se entra en la calles rectas, oscuras y silenciosas de Maldonado.
Tassano nos conduce hasta la puerta de nuestra casa donde somos recibidos muy afectuosamente, como se recibe a aquellos que regresan de un largo y peligroso viaje.”
Giacomo D. Reborati
Enero de 1905
(Recopilado en Septiembre de 1932)