Los días de mi madre
Recuerdos de Antotnio Fernández Arosteguy
Se llamaba Angélica y nació en 1895 y fue Maestra, maestra maestra, de las de antes. Se inició en Pan de Azúcar y con las Nuñez; Alvarez de Maldonado y otras, hicieron un movimiento para que se cumplieran las 8 horas laborales del comercio. Los empleados las gratificaron con una pequeña medalla a cada una. La docencia siempre ha sido líder en la rebeldía juvenil.
Casada a los 33, tuvo su último hijo a los 40. Aparte de mis 3 hermanos, tuve otros/as “de crianza”, pues ella los traía a nuestro hogar “para terminar de criarlos hasta que pudieran”, ya que sus progenitores no podían.
Nuestra escuela, era la más pobre del pueblo (Ma.Caballero); allí eduqué mis principios de igualdad. Mi abuelo tenía panadería, de las que repartían el pan a domicilio en jardinera.
En la horqueta de los dos arroyos, San Carlos y Maldonado, nació el pueblo y también el predio rural donado por Carlos Reyles para que cada vecino tuviera una lechera y un caballo. Allí iba algunas veces con mi tío Carlos a buscar a la “China”, una tordilla que prendíamos a la jardinera para el reparto. Algunas veces él tendía un aparejo de línea de algodón de unos 30 metros, que al regreso tenía prendido en su extremo una hermosa corvina. Quiso el destino que llegando a adulto me hiciera propietario de los campos que arroyo por medio, estaban enfrente.
Para entonces apenas habitaban unas lisas en el agua; ya corrían deshechos de la sanitaria y el Frigorífico por el mismo. Vaticiné a mis hijos que cuando fueran ellos los adultos, seguro ya no habría vida en el mismo. No volví al lugar. No quiero saber.
Mi madre no solo vigilaba la educación de sus hijos, sino que suplía la ausencia total de deportes construyendo en casa, barras fijas y columnas (que sostenían el techado del patio), haciéndonos – diariamente - a mi hermano y a mi, remontar y bajar, solo con los brazos.
Nos vistió con créditos (La Montevidena, San Carlos) y nos ayudó con la pensión mientras estudiamos en la capital. Hoy es 28, repetía feliz, era el cobro de su salario.
Yo crecía y ella envejecía. Le presentaba cada novia que conquistaba. Sonreía feliz y con picardía cuando veía alguna “muy alegre” y me dijo “esta sí me gusta para ti” cuando conoció a la que hoy es mi mujer.
Encaneció en un año, cuando se fue mi padre.
Jubilada, cocinaba para los de la parroquia, que también se llevaban útiles y muebles. Siempre de apuro – no apreciamos que son ellas a las que se les acaba el tiempo - “mamá, ¿cada vez tienes menos cosas?” - no te preocupes hijo, vine sin nada y me voy sin nada.
Sólo quise tres cosas en la vida y tuve dos: que pudiéramos votar y que los hombres tuvieran que pedirnos el consentimiento en los negocios. Y el tercero madre ? Que ustedes llevaran nuestro apellido, ya que somos las que damos la vida... Siempre la tengo presente, cada día, la recuerdo con una sonrisa que siempre llevaba consigo y nada de sus últimos terribles días de enfermedad. Yo modifiqué mi firma en todas mis actividades y mantuve siempre su apellido junto al paterno, porque el día de la madre no es uno solo, sino todos los días.
Hasta que regreses a ella.
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