Piria: el Alquimista de los sueños y la ciudad encantada

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Fernando Juan Santiago Francisco María Piria de Grossi (Montevideo, 21 de agosto de 1847 - id. 11 de diciembre de 1933).
El castillo de Piria al pie del Pan de Azúcar.
El castillo de Piria.
Vista general de Piriápolis.
Vista de la Rambla de los Argentinos y Hotel Colón, Piriápolis.
El Argentino Hotel de Piriápolis en construcción.
Piriápolis, foto de Olga Rivero.




PIRIÁPOLIS



Por Alberto Moroy



En los confines de una costa que el tiempo había olvidado, donde el Atlántico susurraba viejas canciones a las dunas dormidas, existía un lugar con alma propia. No era el Biarritz de los cuentos, esa joya vascofrancesa que Víctor Hugo pintó con palabras y la emperatriz Eugenia de Montijo elevó a mito. Allí, en la Vieja Europa, los cazadores de ballenas se transformaron en pescadores cuando los cetáceos, criaturas de leyenda, se adentraron en el océano, y luego la nobleza, atraída por la bruma de un romance imperial, forjó un paraíso de veraneo. Pero la historia de la "Biarritz de América" sería diferente, nacida de la arcilla de un sueño singular, esculpida por la mano de un solo hombre.

En 1847, en la vibrante Montevideo, nació Francisco Piria. Criado entre los murmullos ancestrales de Italia, bajo la tutela de un tío jesuita que intentó forjarlo en letras y filosofía, el joven Piria sentía el llamado de un destino más audaz. A los dieciséis años, con el alma de un alquimista y la mirada de un visionario, regresó a su tierra natal. No para empuñar plumas, sino para dominar el vasto lienzo del comercio y la tierra.

Piria no era solo un empresario; era un encantador, un maestro de la persuasión que entendía el latido del deseo humano. Montevideo, una ciudad que aún respiraba aires coloniales, le debe setenta de sus barrios, nacidos de sus míticos remates. Eran festivales de la abundancia: asados humeantes, melodías de bandas de música que flotaban en el aire, y el transporte gratuito que acercaba a las familias humildes, soñadoras de un techo propio. Al final del día, entre el estruendo de fuegos artificiales que iluminaban el cielo nocturno, Piria emergía, martillo en mano, como un mago que invocaba hogares de la nada, ofreciendo parcelas a precios de ganga, con cuotas accesibles que se extendían por tres décadas. Y un nuevo barrio, un nuevo microcosmos de vidas, nacía bajo su conjuro.

Su genio publicitario era casi una forma de magia. En 1877, cuando los vientos de la revolución soplaban en la Banda Oriental, trayendo consigo los temidos fusiles Remington, Piria, dueño de la "Exposición Universal" de ropa, tuvo una epifanía. Adquirió un stock de paño grueso y fabricó unos capotes largos, los "levitones". Su mente febril concibió una estratagema digna de un bardo: empapeló la ciudad con volantes que clamaban: "Mañana, en tal dirección, cada oriental pase a buscar su Remington." No ofrecía armas, sino capotes, pero la asociación con el arma soñada, el Remington que disparaba seis tiros por minuto, fue un golpe maestro. En tres meses, más de cinco mil de sus "rémingtons" volaron de las estanterías. "El nuevo artículo hizo estruendo", escribió él mismo, "y no me equivoqué."

Para principios de la década de 1890, Piria había amasado una fortuna considerable. A sus cuarenta y tres años, podría haberse retirado a disfrutar de sus riquezas. Pero el destino tenía otros planes. Un viaje a Europa, no solo por placer sino con un propósito oculto, lo llevó a la legendaria Biarritz. Allí, ante la opulencia de la costa, la visión lo golpeó con la fuerza de un rayo. "Sentí todo el calor ardiente de una pasión de enamorado," relató Piria, "y desde ese momento surgió en mi imaginación la ciudad balnearia."

El lugar que escogió, en el departamento de Maldonado, era un desierto, "una tapera desplomada como única población y algunos alambrados caídos". Cuando el agrimensor Alfredo Lerena vio sus planes, exclamó, incrédulo: "¡Hermano, tú estás loco!" Pero Piria no se inmutó. No importaba que hubiera podido adquirir terrenos en la naciente Punta del Este o el vibrante barrio de Caballito en Buenos Aires. Su "pasión de enamorado" lo había atado a ese páramo.

Lo que el agrimensor no sabía era que Piria había llevado muestras de tierra y granito del Cerro Pan de Azúcar a Europa. Los resultados fueron más que alentadores; eran un augurio. En 1891, la compra de 2700 cuadras desérticas fue solo el primer paso. El Establecimiento Agronómico e Industrial Piriápolis cobró vida. En 1897, su residencia, el Castillo de Piria, una fortaleza de ensueño diseñada por Aquiles Monzoni, se alzó entre las vides, los olivares y los frutales que él mismo había plantado en doscientas hectáreas. En 1896, la bodega vitivinícola ya producía sus primeros caldos.

Pero la visión de Piria no se limitaba a la agricultura. En 1908, dos locomotoras alemanas, bautizadas Fuerza y Voluntad, llegaron de la firma Orenstein & Koppel para transportar el granito del Cerro Pan de Azúcar. Con sus guinches de 20.000 kilos de capacidad y sus martillos suecos de 300 caballos de fuerza, producían 30.000 adoquines al día. Montevideo y Buenos Aires se pavimentaron con la roca mágica de Piria, llevada en vapores desde un puerto que él mismo había forjado, reemplazando el antiguo "Puerto del Inglés".

En 1904, el Gran Hotel Piriápolis abrió sus puertas, una maravilla arquitectónica de Alfredo Jones Brown. El mobiliario italiano, la cristalería de Murano, la vajilla de Limoges y las alfombras de Esmirna creaban un ambiente de lujo inigualable. Allí se instalaron las primeras salas de juego del Casino, atrayendo a las élites montevideanas y los primeros turistas argentinos, seducidos por la publicidad omnipresente de Piria.

La voluntad de Piria era inquebrantable, su ingenio, una fuerza elemental. Cuando las tabacaleras intentaron explotarlo ofreciéndole un precio ridículo por su primera zafra de tabaco, ¿qué hizo? Fabricó sus propios cigarros para los huéspedes de su hotel. Lo mismo con las frutas, que se transformaron en dulces y mermeladas exquisitas. Pero la verdadera proeza de su ingenio se manifestó con el vino de su bodega. A pesar de que su hijo Francisco había estudiado enología en Francia, el vino era "francamente horrible". Las ventas eran desastrosas. No se sabe cuánto tiempo le tomó, pero Piria no se rindió. Con la ayuda de un especialista, fortificó el vino con alcohol y, como un mago que transforma el plomo en oro, creó la Cognaquina Piriápolis.

Sus folletos publicitarios eran odas a la invención: "La Cognaquina Piriápolis es un cognac hecho con las uvas especiales con que se fabrican en Europa los cognacs más reputados. Es un licor tónico, aperitivo y reconstituyente." Y, con su habitual elegancia, insinuaba sus "efectos afrodisíacos" en los "espíritus débiles", un eufemismo que prometía revigorizar a los caballeros con "pereza sexual". Nadie se quejó, aunque tampoco hay registros de milagros. Era el puro arte del marketing de su alquimista.

Su ferrocarril, una red de trocha angosta, partía del obrador del Pan de Azúcar, recorría la rambla (terminada en 1916) y llegaba al puerto (concluido en 1915), pasando por "la Central", un edificio de piedra para administración y vivienda de obreros. Cuando necesitaba mover materiales fuera de la ruta, las vías aparecían y desaparecían por arte de magia, tendidas y levantadas según la misión.

Durante la Primera Guerra Mundial, cuando el carbón escaseó, la mente febril de Piria encontró otra solución: hacer funcionar sus locomotoras con la leña de sus propios bosques. Se decía, en los boliches, que "por el lau del cerro, un malacara arreando un tren" había sido visto. No era una mula, sino un astuto paisano a caballo, galopando junto al tren. Su misión: advertir al obrador de los fuegos que las chispas de las locomotoras, alimentadas por leña, podían iniciar en el monte. Para Piria, la palabra "acobardarse" no existía.

Y para coronar su sueño turístico, Piria creó una trilogía de fuentes místicas: la del Templete de Venus, un templo griego replicado; la de El Toro, con una escultura de hierro a tamaño natural traída de París, una bestia que parecía cobrar vida bajo la luna; y la de La Virgen, con una imagen de la Stella Maris en la falda del Cerro del Inglés, rebautizado San Antonio. En la cima, un pequeño oratorio con la estatua de San Antonio Casamentero, donde las turistas solteras, con corazones esperanzados, peregrinaban buscando sus favores.

Así fue como Francisco Piria, el alquimista de los sueños, forjó Piriápolis, no como una imitación de Biarritz, sino como una creación única, una ciudad encantada nacida de la pura Fuerza y Voluntad de un hombre que nunca se detuvo. Y su leyenda, como las aguas que besan su costa, sigue fluyendo, susurrando historias de un pionero que transformó el desierto en un vergel, y los sueños en realidades tangibles.






Esta nota, que el BHL transcribe agradeciendo la gentileza del autor, Alberto Moroy, fue publicada en LinkedIn en Julio 2025.


amoroy@gmail.com




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