Antonio Fernández Arosteguy
¿Dónde quedó mi niñez?
Publicado en el Diario Correo de Punta del Este el 17 de Diciembre de 2001.
¿Dónde quedó mi niñez? Era 2 de Noviembre y viajé a San Carlos, con un ramo de flores para los míos, buscando en el viejo Cementerio su sepulcro, iba caminando entre lápidas de nombres conocidos que de alguna manera, también eran algo mío.
Cuando salía miré el pequeño grupo de viviendas que había cercano, recordando los cuentos de mi madre, que allí había nacido, cuando solo ranchos había y mi abuelo trabajaba en su horno de ladrillos.
Sentí tristeza. Al mirar para atrás buscando recuerdos, entré a la ciudad y bajé en su plaza central. Parado frente a la Iglesia, comenzaron a desfilar en mi memoria viejos recuerdos, imágenes, nombres de tiempos idos.
En aquella esquina de Treinta y Tres y Sarandí, pasó toda mi infancia. Ese era mi barrio. Conocí a todos sus vecinos. Era mi pequeño mundo. En esa Iglesia, hacía deportes - siempre que fuera al catecismo - y como era aplicado, el padre Emanuele hasta me permitió ser monaguillo. Cuando me tuvo confianza, más grandecito, me permitía mostrar la Iglesia a los turistas, en las horas de la siesta, que él descansaba.
Conocí el sabor de tener mis ahorritos, pues me regalaban billetes de 50 centésimos. Si habrán cambiado los valores. Podía comprar tantas cosas, sobre todo en la Confitería Grieco, que estaba en la otra esquina, sobre 18. Y en diagonal, recostado a la pared, con sus muletas, la bolsa al hombro y campanilla de lata con color de bronce, el "Negro Kelo" en su chaqueta dorada, de cuando fue "milico" y tenía la pierna sana, por dos vintenes nos vendía un tarro de maníes que repartíamos con la gurisada.
En esa esquina, en que hoy está la Junta Local, estaba la Platería Araújo, que después quedó largo tiempo deshabitada, porque el Banco Uruguay, primer banco privado del Departamento, haría su edificio.
Por las noches la invadíamos con mi hermano y con sábanas que le sacábamos a nuestra madre, hacíamos de fantasmas con grandes alaridos. Se armó tremendo revuelo y cuando vino la policía escapamos, pero igual "cobramos" en nuestra casa.
Media cuadra más abajo, por Sarandí, casi todos los muchachos del barrio, mi hermano y yo, íbamos a la Zapatería del Oriente, y le pedíamos a doña Adelina Grieco un cuerito para el rebenque, que siempre ella misma nos armaba, pero "para hondas no les doy", su cara, de tana fuerte y de carácter, se dibujaba en sonrisa cuando la rodeaban los niños.
Frente a la misma estaba la Carpintería Lucero, adonde íbamos a pedirle a don Cecilio, tablitas para armar cachilas, pues hacíamos carreras con ellas de tiro. Los muebles de mi casa eran hechos por él y aún recuerdo las tallas de puertas de ropero y espejos. Quedó grabada en mi memoria la fecha en el aljibe: ¡1873!
Y llegando a la esquina, casi, estaba la peluquería de don "Cumba" Pérez. Ese lugar era mi predilecto, casi como un Club Juvenil, de esparcimiento, de aprendizaje, de sueños. Cumba, como todos le decían (creo que después leí que era un apodo indígena), era como un tutor de hijos ajenos. Allí se jugaba al ajedrez, en serio y se enseñaba, además de organizar campeonatos de jóvenes y adultos.
Mi hermano con 14 años, salió vice-campeón en la final entre jóvenes y adultos. Siempre fue un bocho, sobre todo con números y cuando concursó como adulto, siempre fue el uno.
También se hablaba y aprendía de pesca. Don Cumba nos enseñó a todos los secretos de la pesca, desde atar un anzuelo hasta hacer plomadas; y mientras, nos contaba sus pescas inverosímiles. Todavía recuerdo aquel "pinta roja" que se le fue de las manos.
Los fines de semana, en verano, como todos los carolinos veranéabamos en La Barra, lo esperábamos para hacer las pescas en el arroyo. En aquel entonces, las toninas entraban al mismo, acorralaban los peces en el medio y se hacían el festín ante nuestra vista y aprovechábamos la costa a manotear los que se arrimaban asustados, con las redes.
Pero además la Peluquería era centro de bromas y chimentos, desde soldar monedas a grandes clavos que enterraban en la vereda, frente a la vidriera que motivaba el agacharse y manoteo sin resultado de los paseantes, hasta transmitir las carreras de caballos desde Maroñas, a veces en Radio a Galeno... y al que se estuviera afeitando, junto con el "largaron" al "loco" Risso, dando vuelta la navaja, le bajaba "el lomo" hasta la barriga, lo que provocó más de un susto al hacendado Berro, siempre con impecables botas lustradas.
A la vuelta de esa esquina, por 25 de Agosto, estaba el taller de Rapeti, personaje singular si los hay. Conocía a todo el mundo y al que pasaba le gritaba por su nombre, saludándolo, pero con una voz tan estentórea que se oía a media cuadra.
Los Domingos de tarde y en familia, íbamos en el ómnibus de Franzero a la estación del Ferrocarril a ver pasar el "Águila Blanca" y al regreso a la Foto Almandos a conocer los recién llegados, con la colita al aire. Con pudor yo guardo la mía.
Todo con calma, sin apuro. No existía el "estress".
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