Lo que piensan los perros de nosotros

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Un gaucho con el perro y “sus circunstancias”.


Punta del Este, los perros que persiguen a los turistas (relata el perro)



Por Alberto Moroy


Soy un perro de la calle, más precisamente de la Av. Gorlero en verano, mi amo me abandono hace tiempo, hoy apenas recuerdo mi nombre. A veces alguna voz me parece familiar, trayéndome recuerdos de cuando dormía adentro calentito y no me faltaba un plato de comida. Me doy vuelta, sintonizo con las orejas y nada, era solo una ilusión. No dejo que la nostalgia me “apichone”, de lo contrario no hubiese llegado hasta acá, son tres largos años del día que me abandonaron en la ruta, tres de andar mendigado, tres inviernos comiendo salteado y pasando frio, por eso no viajaré al pasado, sería un pasaporte al abandono.

Cada tanto me despego para “pucherear” en otras zonas, siempre donde los turistas dejan la huella, ya sea porque van mordisqueando por la calle o en la zona del puerto, sobremanera en las marinas dónde sacan la basura, que por lo general tiene restos apetecibles de pescado o pollo que me hace sentir “la campanita de Pavlov”. Así a diferentes horarios, al impulso de los retorcijones de la barriga o de la claridad del día que marca mis horas, trillamos las calles en busca del sustento.

A los vernáculos de la zona, por lo general no les damos bola, solo si olfateamos que nos llaman de corazón con alguna limosna para darnos, o están comiendo algo en un puesto callejero, suelen ser taxistas o empleado de confiterías y restoranes. Los turistas en verano son nuestros principales proveedores, los distinguimos por su olor, un tanto sofisticado por exceso de perfume importado, por sus ropas que tienen “ese que se yo” que los delata, por el tono de sus voces, distinto a los locales, sus gestos y su altruismo producto de que no tienen que padecernos todo el año, sabemos que somos un carga para la sociedad.

La estrategia para ubicar a los buenos samaritanos entre la multitud es fácil, basta olfatear que están comiendo, echarle una miradita y a por ellos, no en banda sino en forma solitaria, lo que requiere cierta estrategia de posicionamiento con respecto los otros compañeros en desgracia, que por un bocado son capaces de armar flor de gresca callejera, son los inadaptados de siempre.

Estoy seguro que sin mi apariencia de “croto”, mis pulgas que me invitan a rascarme a toda hora, mis caras de empatía y mis pelos raídos, no conseguiría nada. En este mundo de perros, gana el que da más lastima, aun siendo esta una habilidad adquirida. A mí me la enseño un vecino que pese a vivir en la zona de confort, salía a ramonear la basura y hacer sociales con los del vecindario.

El verano pasado fue duro, el invierno pasado ni les cuento, la pandemia nos dejo en la ruina, no solo a nosotros sino a quien nos tiraban un huesito. Los turistas desaparecieron, también algunos amigos de la manada que por su estado o edad avanzada no soportaron la falta de comida. Entre ellos uno que me alegro, aunque no suelo regocijarme de la desgracia ajena, era el macho alfa, nos tenía todos zumbado y si llegaba él en pleno mangazo había que salir corriendo, hasta soltar el bocado que teníamos en la boca a riesgo de sufrir algún mordiscón.

Por lo que escuché que dice la prensa vernácula, este verano puede ser distinto, tal vez la pandemia afloje, quizás la cepa Delta llegue con menos virulencia. Si olfatee que los bolsillos están flacos, y con ellos, sobremanera el de los turistas vecinos, por lo mismo hoy no le hago asco a ninguna bolsa de basura, reviso todo y hasta escondo algunos bocados, como para tiempos de crisis, en realidad una constante en nuestra vida callejera.




Esta nota, que el BHL transcribe agradeciendo la gentileza del autor, Alberto Moroy, fue publicada en el Diario El País el 3 de abril de 2020.


amoroy@gmail.com



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