¿Dónde quedó mi niñez?
¿Dónde quedó mi niñez? Era 2 de Noviembre y viajé a San Carlos, con un ramo de flores para los míos, buscando en el viejo Cementerio su sepulcro, iba caminando entre lápidas de nombres conocidos que de alguna manera, también eran algo mío.
Cuando salía miré el pequeño grupo de viviendas que había cercano, recordando los cuentos de mi madre, que allí había nacido, cuando solo ranchos había y mi abuelo trabajaba en su horno de ladrillos.
Sentí tristeza. Al mirar para atrás buscando recuerdos, entré a la ciudad y bajé en su plaza central. Parado frente a la Iglesia, comenzaron a desfilar en mi memoria viejos recuerdos, imágenes, nombres de tiempos idos.
En aquella esquina de Treinta y Tres y Sarandí, pasó toda mi infancia. Ese era mi barrio. Conocí a todos sus vecinos. Era mi pequeño mundo. En esa Iglesia, hacía deportes - siempre que fuera al catecismo - y como era aplicado, el padre Emanuele hasta me permitió ser monaguillo. Cuando me tuvo confianza, más grandecito, me permitía mostrar la Iglesia a los turistas, en las horas de la siesta, que él descansaba.
Conocí el sabor de tener mis ahorritos, pues me regalaban billetes de 50 centésimos. Si habrán cambiado los valores. Podía comprar tantas cosas, sobre todo en la Confitería Grieco, que estaba en la otra esquina, sobre 18. Y en diagonal, recostado a la pared, con sus muletas, la bolsa al hombro y campanilla de lata con color de bronce, el "Negro Kelo" en su chaqueta dorada, de cuando fue "milico" y tenía la pierna sana, por dos vintenes nos vendía un tarro de maníes que repartíamos con la gurisada.
En esa esquina, en que hoy está la Junta Local, estaba la Platería Araújo, que después quedó largo tiempo deshabitada, porque el Banco Uruguay, primer banco privado del Departamento, haría su edificio.
Por las noches la invadíamos con mi hermano y con sábanas que le sacábamos a nuestra madre, hacíamos de fantasmas con grandes alaridos. Se armó tremendo revuelo y cuando vino la policía escapamos, pero igual "cobramos" en nuestra casa.
Media cuadra más abajo, por Sarandí, casi todos los muchachos del barrio, mi hermano y yo, íbamos a la Zapatería del Oriente, y le pedíamos a doña Adelina Grieco un cuerito para el rebenque, que siempre ella misma nos armaba, pero "para hondas no les doy", su cara, de tana fuerte y de carácter, se dibujaba en sonrisa cuando la rodeaban los niños.
Frente a la misma estaba la Carpintería Lucero, adonde íbamos a pedirle a don Cecilio, tablitas para armar cachilas, pues hacíamos carreras con ellas de tiro. Los muebles de mi casa eran hechos por él y aún recuerdo las tallas de puertas de ropero y espejos. Quedó grabada en mi memoria la fecha en el aljibe: ¡1873!
Y llegando a la esquina, casi, estaba la peluquería de don "Cumba" Pérez. Ese lugar era mi predilecto, casi como un Club Juvenil, de esparcimiento, de aprendizaje, de sueños. Cumba, como todos le decían (creo que después leí que era un apodo indígena), era como un tutor de hijos ajenos. Allí se jugaba al ajedrez, en serio y se enseñaba, además de organizar campeonatos de jóvenes y adultos.
Mi hermano con 14 años, salió vice-campeón en la final entre jóvenes y adultos. Siempre fue un bocho, sobre todo con números y cuando concursó como adulto, siempre fue el uno.
También se hablaba y aprendía de pesca. Don Cumba nos enseñó a todos los secretos de la pesca, desde atar un anzuelo hasta hacer plomadas; y mientras, nos contaba sus pescas inverosímiles. Todavía recuerdo aquel "pinta roja" que se le fue de las manos.
Los fines de semana, en verano, como todos los carolinos veranéabamos en La Barra, lo esperábamos para hacer las pescas en el arroyo. En aquel entonces, las toninas entraban al mismo, acorralaban los peces en el medio y se hacían el festín ante nuestra vista y aprovechábamos la costa a manotear los que se arrimaban asustados, con las redes.
Pero además la Peluquería era centro de bromas y chimentos, desde soldar monedas a grandes clavos que enterraban en la vereda, frente a la vidriera que motivaba el agacharse y manoteo sin resultado de los paseantes, hasta transmitir las carreras de caballos desde Maroñas, a veces en Radio a Galeno... y al que se estuviera afeitando, junto con el "largaron" al "loco" Risso, dando vuelta la navaja, le bajaba "el lomo" hasta la barriga, lo que provocó más de un susto al hacendado Berro, siempre con impecables botas lustradas.
A la vuelta de esa esquina, por 25 de Agosto, estaba el taller de Rapetti, personaje singular si los hay. Conocía a todo el mundo y al que pasaba le gritaba por su nombre, saludándolo, pero con una voz tan estentórea que se oía a media cuadra.
Los Domingos de tarde y en familia, íbamos en el ómnibus de Franzero a la estación del Ferrocarril a ver pasar el "Águila Blanca" y al regreso a la Foto Almandos a conocer los recién llegados, con la colita al aire. Con pudor yo guardo la mía.
Todo con calma, sin apuro. No existía el "estress". Todo el mundo se conocía. Vidas sencillas de gente buena. ¿Cuántos seríamos? ¿15.000? Se me mezclan realidad y recuerdos.
Una noche sonó el teléfono, y todos reunidos esperábamos para acostarnos que nuestro padre terminara sus cuentas. El atendió y contestó, dando una fecha y agregando además, que era Viernes Santo. La llamada era del negocio de la familia Urbín, en 18 de Julio y Maldonado, donde había una discusión sobre la fecha del duelo entre Batlle y Beltrán. Resulta que mi padre tenía una memoria prodigiosa, que constaté en otros familiares, y era común que viniera gente, sobre todo de campaña, a preguntarle la fecha de fallecimiento de familiares para iniciar los trámites sucesorios a lo que no solo contestaba, sino que indicaba el número de sepulcro, pues concurría a todos los entierros.
También el vecindario era limitado y conocido. Seguramente en aquella cuadra existían todos los negocios: Platería; poco antes la relojería de Abelar; la Tienda de Don Víctor Manuel; el Taller Mecánico de Don Miguel Cáceres; en la esquina la Tienda Vicente; la Sastrería de Barrios; luego la zapatería de Grieco; la carpintería de Lucero, la Peluquería de Cumba Pérez; el Taller de Rapetti; el Almacén de Dutra; la Casa Chiapara, de ramos generales y barraca. La gente entonces tenía oficios y vivía de ellos. Pequeñas vidas de pequeños pueblos. Paz social.
Nuestro mayor esparcimiento, era sin duda el arroyo San Carlos. Mutuamente el pueblo y él se dan su nombre. Eran nuestras escapadas, para "pitar" a escondidas. A veces "le robábamos" el bote al Cura Cabanelas, el "Popeye". Desarmábamos la cadena y la volvíamos a armar. Nunca lo confesé los Domingos, porque yo sabía que Dios no castiga niños. Para ese entonces no sabía que existían las guerras y también el hambre.
Otras veces, nos dábamos la vuelta por el "puente negro" y si venía el Ferrocarril, había que agacharse entre los durmientes, en los espacios libres que quedaban por debajo de las vías. Cosas de muchachos para probar valentías, al igual que escalar las torres de la Iglesia, sobre todo la que estaba anulada y a la que entrábamos por una hendija de una ventanilla, frente al reloj.
Los partidos con pelota de goma, en la plaza, hasta que "Sancho Panza" nos corría, ya aburrido aquel buen policía regordete.
La vuelta de Fermín De León, entre los empalmes en bicicleta; yo siempre con una prestada, de mujer, de una tía, y el hijo de Don Manuel, viejo tendero, en una "de carrera", muy pituca.
La Escuela María Caballero donde siempre ligabas (el "vaca brava" de un solo golpe me dejó en el suelo) y la del Centro, con la Maestra Ercilia, que me obligó a aprender las tablas.
Aquel viejo profesor, medio poeta, que recitaba las coplas de Manrique y que aún recuerdo. Los compañeros y compañeras de juventud, cuyos nombres me van volviendo. Algunos se han ido y otros, ¿dónde estarán?
Aquellos ojos pícaros de mirada inquieta, que nunca encontraban dueño. Tonta juventud buscando eternidades en torrentes de ríos que no tienen cauce. ¿A dónde habrán ido? ¿Cuáles serán sus destinos?
Mi madre me contaba que cuando ellos eran niños, iban al otro lado del pueblo, al arroyo Maldonado. Mi padre a la represa, antes del Molino Lavagna, donde hacían pic nic los Clubes sociales, gremiales o políticos los fin de año, más que nada. Y mi madre y sus hermanos, a "la picada", poco antes del paso a Maldonado. Allí mismo, había ocurrido el último choque entre colorados y blancos. Los primeros, con el General Manduca Carbajal (¿o Melgarejo?), del lado de Maldonado y los últimos del lado de San Carlos. Los heridos blancos los llevaban hasta las casas de "los vascos", al lado del cementerio y la abuela rajaba las sábanas para vendarlos.
Tiempo después, cuando el abuelo bajaba al pueblo a vender los ladrillos en el comercio Fígoli, se tomaba más de la cuenta y por 18 derecho abajo, iba gritando su divisa hasta que el General Maurente, ya avisado y Comisario, lo metía para adentro. "¡Te voy a dar blanco degollador, a limpiar letrinas!". 24 horas después mi abuela se lo llevaba para afuera con garantía y promesa de no reincidir, que duraba 2 o 3 meses.
Volví a mirar la Iglesia. Parece la misma. Muy pintada. Es más que una Iglesia. Acá me casé. ¡¡Me parece verla entrar toda de blanco!! ¡¡Cuánto tiempo!! Acá bauticé a mis dos hijos. Es más que una Iglesia; es la historia de un pueblo. Acá me enseñaron a "seguir el trillo", aunque tuviera desvíos.
La mayoría con los que conviví, se han ido o ya no están. Yo también me fui. Quería ir más lejos. Hijos y nietos, viven otros lugares, con gentes sin nombres y números celulares. El campito donde remontábamos las cometas, es ahora una Sede Deportiva.
¿Estará todavía la ventanita abierta, por donde nos "colábamos" a la torre de la vieja Iglesia? El "viejo Cumba" andará echando la red, atrás de alguna nube, en busca de aquel "pinta roja".
Yo también me fui, pero mi niñez se quedó en San Carlos.
Publicado en el Diario Correo de Punta del Este el 17 de Diciembre de 2001.
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