El Salvador, naufragio en 1812, Playa Mansa
400 soldados españoles desde 1812 en el pecio de El Salvador
Trabajo de Jesús García Calero publicado por ABC España, Espejo de navegantes - Expertos en arqueología naval.
Los naufragios atraen, como todas las cicatrices de la memoria colectiva. Guardan tesoros y aventuras olvidadas. El pavor de navegar bajo una tempestad. El retumbar de los cañones y el humo en la batalla. Los pecios atraen porque nos hablan del valor de quienes se hacían a la mar sin conocer su suerte. Y pocas veces llegan tan al fondo del alma, con una historia humana tan terrible como la que cuentan los restos de los náufragos del navío Salvador, en Uruguay. Su historia tiene nombres, debemos conocerla.
Jesús García Calero, 17 de junio, 2017
En la costa de Uruguay, apenas a un centenar de metros de las playas de Punta del Este, yacen los cuerpos de casi 400 soldados españoles que naufragaron en 1812 en la mayor tragedia marítima sufrida por la Armada española en el Río de la Plata. Los restos están accesibles, a poca profundidad y según hemos podido saber de fuentes oficiales, numerosos esqueletos conservan aún tejidos blandos -además de los pertrechos y los uniformes- que el mar, milagrosamente, ha conservado.
Forman un batallón fantasmagórico de esqueletos atrapados en una balumba de maderas y cubiertas quebradas. De ellos podríamos decir, con Shakespeare (canción de Ariel, “La tempestad” I. II): «Yace tu padre a diez metros;/ se ha hecho coral de sus huesos,/ lo que eran ojos son perlas:/ nada de él se ha dispersado, / sino que el mar lo ha cambiado/ en algo rico y extraño…». Pero la riqueza, si la hay, es honrar hoy la memoria, en lugar de aplicar el silencio y el olvido en el que estaba esta historia, que españoles y uruguayos compartimos y debemos aprender a valorar y gestionar.
Sin duda merecen honras fúnebres aquellos casi 400 hombres del batallón de la Albuera, que tanto valor habían demostrado luchando contra Napoleón y fueron enviados para defender Montevideo de un cerco en la guerra de emancipación. Tal vez habrían impedido la caída de la capital, atrasado el proceso de la independencia del virreinato (iniciado en Buenos Aires en 1810), o tal vez no. Antes encontraron la muerte, la noche del 31 de agosto de 1812, por culpa de la inepcia de una tripulación incapaz de maniobrar el barco a tiempo, que los expedientes de época, conservados en los archivos navales españoles califican de “una criminal absoluta y general ignorancia”. Se perdió una misión vital en un momento de desmoronamiento del imperio y se perdió mucho más. El arqueólogo Javier Noriega ya relató la desventura de este barco en Espejo de Navegantes, y le llamó un “pecio del alma” por lo que afecta conocer lo triste de su destino.
El Salvador medía casi 50 metros de eslora e iba a Montevideo, pero su capitán, José Álvarez, quiso fondear junto a Maldonado para recibir noticias de la guerra entes de llegar a la capital. Sabemos lo que ocurrió por el informe del piloto, vigía y capitán del puerto, Antonio de Acosta y Lara que sobrevivió a este naufragio (y no era la primera vez, porque ya había sobrevivido, por cierto, a uno anterior, el hundimiento de Nuestra Señora de la Asunción en Montevideo en 1805, según cuentan en sus trabajos el historiador naval uruguayo Juan Antonio Varese y su compatriota Mariano Lovardo). Los documentos están en el Archivo General de Marina “Álvaro de Bazán” y desde hace un tiempo disponibles, digitalizados con mucha calidad, en la Biblioteca Virtual de la Defensa. Un viento cambiante, la torpeza que demoraba las maniobras e impedía realizarlas a tiempo y un poco de marejada cuando se levantó el viento que llaman pampero bastaron para que una tripulación escasa y sin entrenamiento dejase la nave fuera de control.
Así lo cuenta quien esperaba la ayuda militar para defender la causa de la Corona, en su informe al Ministerio de Marina: “Para colmo de nuestros males acaba de suceder el mayor que en la ocasión presente podía afligirnos, tal ha sido la pérdida desgraciada del Navío Salvador Mercante en Maldonado la noche del 31 del pasado, del cual sólo se han salvado ciento y treinta hombres, entre estos ciento de tropa, según los últimos avisos que nos dan”. El relato de Antonio de Acosta y Lara es prolijo en detalles. “Contemple V.E. el dolor de todos en este pueblo con una tan infausta y amarga noticia, justamente en el tiempo que con más anhelo se aguardaba la venida del Navío”.
Cuenta que llegó al Salvador en una lancha de pesca la mañana del 30 de agosto de 1812, acompañado por el práctico y un alférez, con intención de asistir a las maniobras de aproximación al puerto. La tardanza en levar el ancla y la imposibilidad de hacer las maniobras necesarias para las bordadas les hicieron “perder mucho barlovento” y ante la imposibilidad de la aproximación, quedaron fondeados a 3 millas de Punta de la Ballena. Durante la noche, sin embargo, el navío se alejó cuatro o cinco millas de la costa. El 31 después de muchos cambios se aproximaron a la costa y la quilla tocó el fondo en un punto, pero continuaron para intentar dejar el barco fondeado frente a la boca del puerto al menos. “La indecible lentitud del maniobrar, efecto sin duda de la poca gente, de su mala disciplina y peor distribución ocasionaron en mi concepto la varada”, sigue Acosta.
“Varamos de popa, siempre dando culadas por la marejada -continúa el relato de Acosta- y seguidamente el viento fue arrojando la proa con la segunda ancla a que se dio también fondo al tocar sobre la costa y quedamos varados con todo el cuerpo del navío, tumbados sobre estribor”. Deciden cortar los palos, pero “aunque la tropa era mucha como no eran Marinos, por lo mismo se embarazaban con las faenas sin acertar. La proximidad del peligro que crecía, aumentaba proporcionalmente la confusión y sobresalto”, relata el piloto.
Cae la noche. El palo de mesana se derrumba y destroza un bote. Los otros están inaccesibles o yéndose a pique. Se disparan tres cañonazos para llamar la atención a tierra de la tragedia inminente. La gente mira desde la playa impotente cómo la tormenta se acerca. Encienden fogatas para orientarles. La única lanchita no puede seguir las órdenes del capitán de llevarse a las pocas mujeres que viajaban en el Salvador, enredados sus ropajes entre los destrozos de cubierta. Los cabos y otras posibles ayudas estaban ya en las cubiertas inundadas. En la creciente desesperación, el capitán, y el propio Acosta saltan a la lanchita con otros para aprovechar la que era tal vez la última oportunidad de salir con vida.
Arribaron a la orilla “felizmente, serían las ocho y media de la mañana. En el camino volví la vista sobre aquel doloroso cuadro que acababa de abandonar y vi la parte superior del buque u obra muerta bogando ya sobre el agua”. Expuesto a una repentina tormenta, se partió longitudinalmente, ahogándose casi todos los que viajaban en el atestado buque que llevaba unas 600 almas (500 soldados, 40 dragones, oficiales, la insuficiente tripulación de 66 marineros más 10 pasajeros). Al termino de la madrugada del 1 de septiembre de 1812, desarbolado, se hunde. Apenas 130 hombres llegaron con vida a la cercana playa, entre ellos algunos oficiales y el canónigo que iba de pasajero. Los demás siguen ahí, en el fango, mecidos por el mar, detenidos en el tiempo.
Este pecio es una tumba de guerra. Sin embargo, durante años, y dada su proximidad a la costa, fue accesible. Algunos cazatesoros removieron restos, recogieron piezas, buceando entre los cuerpos de los marineros. Ahora Uruguay ha decidido pasar página y cerrar el acceso de las empresas cazatesoros a sus aguas, un cambio de política y de legislación que comenzó en 2006. Según confirman funcionarios del Gobierno, el último contrato vigente, otorgado a Rubén Collado para el navío Lord Clive (naufragado en 1763) caducará por acuerdo en los próximos meses. Según las mismas fuentes, atrás queda una década en la que se han ido extinguiendo acuerdos sobre 230 pecios, en 25 áreas marítimas, que se habían suscrito con 9 empresas de buscadores de tesoros, una etapa definitivamente cerrada.
En la Bahía de Maldonado, el Ministerio de Defensa Nacional uruguayo decidió vigilar desde finales de 2016 el yacimiento del Salvador al detectar una vez más actividades no autorizadas sobre el mismo. Pero la intervención acabó yendo más allá de garantizar la aplicación de la normativa vigente. El grupo GCH-PEMA, liderado por Defensa, realizó una exploración del sitio, lo señalizó y protegió. Confirmaron dos zonas con «artefactos en dispersión natural u antrópica y numerosos seres humanos», según ha sabido ABC. Para este grupo multidisciplinar, «el método científico es el único que debe seguirse».
La presencia de tantos restos humanos «personas documentalmente identificadas del siglo XIX, remueve un mecanismo valorativo y moral que prima desde el aspecto humano y debe estar en todo momento en el abordaje arqueológico». Añaden que «no son objetos de laboratorio o museo, y las decisiones sobre su manipulación y su suerte son decisiones ontológicas, de valores humanos, que deben tomarse antes de la aplicación del método arqueológico». Sin duda impresiona que tantos cuerpos «presenten tejidos blandos y vestimenta», por estar intactos desde el naufragio. Casi cuatrocientas almas.
Hay que pensar en que tanto España como Uruguay se miran desde su presente en esta historia compartida. «Es un valor de unión, un pasado común y connacional, un interés compartido, no hay duda de ello», reconocen las fuentes oficiales. «La empatía afecta por igual a españoles y uruguayos, es un derecho humano de libertad y educación. Compartimos eso y nos enriquecemos en lazos y experiencias, es una oportunidad más de caminar juntos en un sendero en particular. No existe otra forma de verlo» para Uruguay.
¿Y ahora qué ocurrirá? La respuesta no es simple. La gestión del patrimonio de origen hispánico tiene en la Convención 2001 de Unesco para la protección del Patrimonio Cultural Subacuático (PCS) su referente internacional. Suscrita por 57 naciones, muchas de ellas de Iberoamérica (México, Argentina, Cuba, Panamá, Ecuador…), no dirime la propiedad de los buques sino la pertinencia de respetar su origen cultural y la preferencia por la conservación «in situ» o la intervención sólo en condiciones que aseguren la conservación y divulgación. La Convención tiene un Anexo, universalmente aceptado, que define los estándares arqueológicos que deben exigirse antes de intervenir un yacimiento.
Sin embargo, la mayor parte de los galeones y navíos de la Carrera de Indias eran buques de Estado, en misión oficial de la Corona, o buques de guerra, como este transporte. Los restos de esas naves están específicamente protegidos por la inmunidad soberana, que considera que son parte intocable del territorio del país de bandera. Ese principio aplicado a los buques de Estado se ha demostrado el más efectivo en la defensa contra los cazatesoros en casos tan sonados como el de Odyssey, allí donde flaquea la Convención 2001 por su falta de aceptación universal. Pero ¿cumplirá la misma función con otro Estado, sobre todo si en el pasado era parte de la Corona española?
Uruguay no es firmante de la Convención 2001, aunque sí aplica el Anexo a sus proyectos de protección del patrimonio. Pero además, como Colombia, no considera válido el límite que la inmunidad soberana imprime a las competencias estatales en sus aguas jurisdiccionales, tal es el caso del Salvador en Punta del Este.
Esa diferencia de criterio no debería ser un escollo en la investigación y gestión pública de este patrimonio común en el futuro, pero convierte en algo más compleja la respuesta que España puede dar a la pregunta sobre los restos del Salvador y sus tripulantes. Las sociedades de ambos países merecen llegar a ese conocimiento y la memoria de los muertos ser honrada.
Para quienes defienden la prevalencia de las convenciones internacionales, como el abogado español José María Lancho, «el Salvador es un recurso exclusivamente cultural parte de un patrimonio común en peligro. Solo desde el escrupuloso respeto al derecho internacional, desde el respaldo a la inmunidad soberana de esos restos podremos preservar para el conocimiento y no sólo para las sociedades hispanas el legado prácticamente perdido de más de tres siglos de una civilización. Lo que suceda en Uruguay cambiará en un sentido o en otro el destino de un patrimonio común».
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