Naufragio en el Polonio
Este es el sucinto relato de la última navegación del místico SAN IGNACIO DE LOYOLA que, al comando del Teniente Piloto Andrés de Oyarvide desde finales de 1805, efectuaba una descubierta sobre las aguas atlánticas en observación de la flota inglesa que luego procedería a invadir nuestros territorios. El escollo donde presumiblemente naufragó el buque, ubicado frente al cabo Polonio, es actualmente conocido como el bajo de Oyarvide, un homenaje plasmado en la cartografía del Río de la Plata.
El velero parecía comportarse satisfactoriamente. El comandante reconocía las bondades de estos barcos del Mediterráneo, nobles productos de una centenaria escuela que botaba embarcaciones de notable aceptación para encarar navegaciones de largo aliento como esta que el mando encomendaba.
Mientras por babor desfilaba la costa de Montevideo, la casi veintena de hombres que tripulaba el místico no despegaba la vista de las murallas de la Ciudadela, que poco a poco se alejaba, y era seguro que el hecho de festejarse en esta jornada la Navidad de 1805 a todos provocaba una sensación difícil de discernir, mitad tristeza al abandonar sus seres queridos, mitad temor al reconocer una no fácil misión de observación en aguas abiertas. Pero ya sabían que el comandante venía en calidad de voluntario y siendo un marino de muy reconocida sapiencia en estas navegaciones, en determinado sentido daba seguridades de que todo iba a discurrir por buen camino.
Hacía semanas que se conocía en la región la cercana presencia de los ingleses, pues los informes de Río de Janeiro así lo decían, señalando muchas velas enemigas. El mismo comandante desde hacía meses venía relevando los puestos de vigilancia costera de aquí al Este, y ahora todo se hallaba en tren de alerta general, con las miradas clavadas hacia levante buscando avistar velas enemigas.
Se decía que los británicos venían al Plata y las pocas informaciones que arribaban desde ultramar, a causa del bloqueo de los puertos peninsulares, así lo aseguraban.
El comandante aún sostenía en su mente las palabras vertidas por el gobernador Ruiz Huidobro, cuando resolvió ofrecerle su servicio para tomar la responsabilidad de efectuar esta descubierta en aguas atlánticas; en suma, una maniobra táctica ya sopesada cuidadosamente en tiempos de Bustamante y Guerra. El gobernador, con ese tono paternal tan característico de su persona, le dijo que no se sorprendía por su disposición y que solo restaba asegurar ahora que la misión de delatar al enemigo sería un hecho posible al estar la empresa encabezada por un conspicuo conocedor de las aguas esteñas.
Aquella reunión nocturna de la antevíspera realizada en la casona de la calle de San Francisco, que había congregado al alto mando, dejaba sentada la certeza de que si el inglés se presentaba indetectado sobre Montevideo, era seguro el bloqueo y así se vería casi cortada la comunicación con Buenos Aires. Ruiz Huidobro, de acuerdo con planes ya precisamente estudiados había ordenado dos descubiertas; esta, a la altura del cabo de Santa María y la restante desde Barragán a Samborombón sobre el canal del sur.
Capítulo aparte había sido la designación del buque adecuado, cosa propia de las penurias materiales en que se debatía el Apostadero pues los pocos barcos adecuados al efecto, o no se hallaban en condición de navegación o simplemente no eran adecuados a la tarea. Y fue el Capitán de Puerto Fernando de Soria quién prontamente dio la solución logrando fletar al SAN IGNACIO DE LOYOLA, que se hallaba al ancla en la cala del lastre. El místico había arribado desde Algeciras hacía ya algunas semanas logrando romper el bloqueo del Almirante Collingwood.
Tampoco fue tarea fácil contratar su tripulación y por ende la gran mayoría de estos desembarcaron y así el buque fue marinado por voluntarios montevideanos en su casi totalidad. De tal forma las horas de esta primera singladura se desarrollaban con placidez, la misma que estaban mostrando las aguas platenses, calmas como un espejo, muy propias de sus tiempos estivales. Pero a bordo imperaba el silencio, una suerte de desasosiego interior, como si este grupo de marinos obraran por instinto, todo un sentimiento diferencial, como extraño vaticinio.
Cuando la noche dejó caer su oscuro palio sobre el Plata, el comandante se puso a observar la leve onda que a popa dejaba la estela del buque, ensimismado en sus pensamientos, para luego llevar sus pupilas a la magnífica visión de la Cruz del Sur, nítidamente destacada sobre el firmamento. Bien recordaba la primera vez que había visto las estrellas australes, bastantes años atrás, navegando en la fragata SANTA CLARA con los buques del almirante Tilly en aquella escuadra de más de cien velas en franquía al Río de la Plata.
Ciertamente que también en su memoria se destacaban en forma indeleble la larga serie de peripecias ya vividas en este teatro de dulces aguas; toda una sorpresa observar su particular geografía para quién ya había navegado el Cantábrico, el Mediterráneo y el Caribe.
También recordaba su tan especial debut rioplatense: el impacto del naufragio de la fragata, allí muy cerca, sobre las restingas del Banco Inglés, en una terrible noche de Julio de 1777, bajo un temporal de órdago. ¡Vaya que había probado las “bondades” del Plata! Jamás podría olvidar los momentos vividos a bordo de aquel desgraciado buque, clavado en el bajo, mientras las olas pugnaban por arrastrarlo; y tampoco el sabor agridulce de las aguas en su boca cuando debió apelar a sus virtudes natatorias para cruzar aquellos pocos metros que lo separaban de la salvación.
Por supuesto que este cúmulo de pensamientos, que ahora parecían envolverlo sin cauce, lo iban conduciendo como a un repaso de su ya larga estancia en estos lares. No podía olvidar el momento en que el capitán Alvear lo había ubicado en la comisión bajo su mando, aquella vasta y quijotesca empresa que le había brindado tanto en tantos terrenos que su misma conciencia lo llenaba de orgullo. La estancia en las selvas misioneras, las cuchillas de la Banda Oriental, los verdes y escabrosos campos del Río Grande, la vista majestuosa del Iguazú, las canoas guaraníes, el río “de los pájaros pintados”, el galope de los caballos criollos, el rescoldo de los fogones, los pajonales, el anchuroso Plata y sus misterios, y en fin, una verdadera constelación de vivencias, bajo todo clima, que por cierto, ni en sus mejores sueños se le habían dado, ni siquiera en sus años iniciales en el cuerpo de pilotos, en esa ensoñación propia de los jóvenes dados al mar.
Ahora se hallaba en este buque recién arribado de España, al frente de una misión súbitamente establecida a tenor del grave momento que vivía el Virreinato. Pensar que hacía prácticamente un año había solicitado al ministro de marina su retiro en estas tierras rioplatenses, que habían capturado su destino. Pero ello hasta ahora no había sido resuelto ante la insistencia de Ruiz Huidobro de mantenerlo bien activo a su diestra. Pero, al fin de cuentas, este era un jefe al cual respetaba y admiraba quizás como ninguno de entre todos los habidos en su carrera.
De tal forma, al arribar la segunda singladura el místico se arrimó a la costa, pues durante la madrugada se habían visto las luces de las fogatas de la guardia de Pando y de Piedras de Afilar, señal que el sistema de vigilancia funcionaba bien; pero nada anormal se pudo observar en las arenas de las playas. Ahora ya en las inmediaciones del Puerto del Inglés el comandante ordenó poner rumbo al Sur, como para revisar el espacio entre la costa y los probables rumbos de navegación enemiga al este de isla de Flores. Pero, también deseaba comprobar las virtudes del místico, una embarcación poco vista en el Plata.
Durante los relevamientos que había hecho en el estuario, el comandante había embarcado en faluchos, zumacas y jabeques, embarcaciones cuyo desempeño fue siempre muy eficiente de cara a su versatilidad para dichas tareas. Pero este era un velero de mayor porte, con dos palos de respetable dimensión y una capacidad de ceñida muy favorable como para encarar una acotada navegación, bordeando la costa. En su mejor hora había oficiado de guardacostas artillado. Por algo eran embarcaciones muy propias al Mediterráneo. Mucho llamaba la atención del comandante las dos grandes velas trapezoidales cuya maniobra parecía resultar muy dócil bajo el viento. Eran bastante similares a las tarquinas muy usadas en algunos botes de buen porte, y sus relingas llamaban la atención por su consistencia. Por ello su jarcia de labor era increíblemente sencilla. Todo esto hacía asumir que las condiciones de navegación que poseía el buque lo dotaban favorablemente como para desarrollar una velocidad superior a la de cualquier fragata, con viento al largo, siendo asimismo positivas sus capacidades de voltejear. Quizás la mayor intriga podría ocurrir al enfrentar vientos fuertes por popa, dada esa característica tan propias de las velas trapezoidales y latinas de alejarse del viento, cosa no muy agradable en caso de enfrentar algún fuerte temporal.
Por otra parte le preocupaba sobremanera el estado general del barco. Este había afrontado varias singladuras desde el Mediterráneo y no había sido repasado desde hacía meses. Entre múltiples detalles la fogonadura del trinquete tenía juego y por ello se había recurrido a asegurar el palo con varias cuñas de madera. Asimismo el gratil superior de esa misma vela tenía sus amarraduras en mal estado, no habiendo piezas de respeto como para afrontar un recambio. También habían varios palletes en la obra viva, y aunque eran muy firmes dejaban establecida poca confiabilidad ante mala mar.
Empero, el comandante prontamente dejo atrás estos pensamientos. Confiaba en el velero dada la bondad del clima que se vivía. En estas zonas esteñas las aguas ya no mostraban esa parda coloración propia del Plata superior. La especial mezcla de estas con las corrientes del Atlántico, daban el tono gris tirando a verdoso característico del teatro en el que ahora penetraban en apacible navegación. Parecía que el verano venía bien dispuesto y hasta el momento el tiempo era más que favorable, cosa que auguraba un feliz cumplimiento de la misión que no era otro que ver cualquier desplazamiento embarcado en ese amplio espacio.
Causaba sorpresa el estado bonancible de las condiciones atmosféricas. Viento leve y sostenido del primer cuadrante, cosa propia de los estíos platenses, con alguna leve virazón nocturna, situación propicia para el velamen del místico, pues si se avistaba alguna fragata enemiga, con estos soplos, no existiría peligro de acercamiento.
De tal manera luego de esta navegación aguas adentro, donde ninguna vela se observó, el comandante decidió arribar a la ensenada de Maldonado a la mañana siguiente. Había que obtener información de la situación en tierra, y asimismo lograr que los hombres tomaran algunas horas más de reposo. En realidad se sabía que luego de Maldonado no existía ningún punto de asistencia costero y ello sugería un descanso más prolongado, habida cuenta, por si faltara poco, que se hallaban en los días finales del año.
Todo derivó en positivo y realmente echar el ancla en Maldonado fue todo una suerte pues inmediatamente se recabaron interesantes noticias desde Santa Teresa que señalaban que se habían tomado prisioneros a varios marinos ingleses en una playa cercana, desembarcados desde una fragata para hacer leña y aguada.
Atento a ello y a la urgencia de obtener información más pulida el comandante resolvió pasar varias jornadas en San Fernando en espera de la partida de blandengues que conducía los prisioneros a Montevideo. Confiaba que en los interrogatorios algo se pudiera lograr en aras de disipar cualquier duda sobre las intenciones enemigas, cosa más que necesaria a tenor de la absoluta carencia de noticias en ese norte.
Pero el paso de las horas y la certeza que el tránsito de captores y prisioneros desde el este iba a deparar muchas jornadas, hizo juzgar que no habría más remedio que zarpar hacia el Atlántico, no sea cosa que la fragata inglesa sospechada fuera la descubierta de una escuadra en ruta de aproximación.
El comandante decidió aparejar a la amanecida del 1 de Enero con rumbo al cabo de Santa María, siguiendo el plan preconcebido, aunque las nuevas de Santa Teresa ya le indicaban presencia enemiga, por lo cual no habría de descuidar la vigilancia. Tendría que darse una navegación a vista de la costa para luego efectuar alguna breve incursión aguas adentro, reconociendo que era muy difícil que se le escapara cualquier gran formación en tal menester. Si se ubicaban velas se destacarían a sus inmediaciones y si había verificación, se pondrían francos hacia Maldonado para dar el alerta general tan necesario a la defensa del territorio.
Así con las primeras luces del año 1806 el místico leva ancla y apareja en ruta a Boca Chica aprovechando una leve brisa del oeste que facilita la maniobra. Un cañonazo de la batería de Gorriti es su despedida y desde allí en más, poco a poco el buque se pierde de vista hacia levante.
El comandante no pudo separar sus ojos de los últimos detalles de la costa fernandina. No se sentía preso de algún mal augurio, pues su mente no era de condición supersticiosa, como algunos marinos. Lo cierto es que tanto había navegado estas aguas que le parecía hasta raro dejarlas atrás, como si su organismo fuera parte de ellas. Pero la tarea no daba lugar a perder tiempo. Ya a la altura de Lobos se ordena hallarse alertas, oteando el horizonte en medida lógica. Era una lástima que los palos del místico no pudieran ser utilizados como plataforma de vigía, cosa que en situación de urgencia solo se podía remediar izando algún hombre de poco peso a las alturas. Pero realmente la visibilidad de esos días daba nota de que no sería necesario mucho gasto para delatar cualquier vela que surgiera en el horizonte.
Esta primera singladura dejó al buque en las cercanías del Santa María, echando el ancla por la noche a la altura de la Laguna de Rocha. Total desolación en las playas; solo gaviotas y las inevitables focas. El comandante suponía que la fragata inglesa delatada debería hallarse al acecho de la fortaleza de Santa Teresa dado que hacía más de una semana que se había señalado su presencia. ¿Debería repasar Santa María y poner proa al Atlántico? ¿Estaría el hipotético grupo de invasión inglés navegando aguas adentro bien fuera de la vista costera? Difícil. Todos estos pensamientos no hacían más que reverberar en la mente del comandante.
Jocosamente aquellos que lo conocían siempre le habían echado en cara su neta condición de vizcaíno, todo a causa de su obstinación y su notorio celo en la prosecución de sus tareas. Bien que lo sabía, pero el destino le había deparado, una y mil veces, labores a final, sin opción, sin descanso y/o remedio. Así asumía la idea de que permanecería al oeste del Santa María, al acecho en una ubicación que le permitiría, casi inmediatamente a la vista enemiga, hacerse a la vela hacia poniente, bien alejados de los rumbos de acercamiento del adversario para ir marcando su posición. Pero su único enemigo era la inacción. No podía su carácter obviar su obligación, ni podía su mente asegurar que en tal menester nada escapara de su vista.
Decidió aguardar un par de días en esta última posición para luego, en horas de la madrugada, arrumbar a Santa Teresa. Suponía que la elusiva fragata enemiga se dejaría ver, o bien que ya se hallaría en sus cercanías la probable flota británica. Lo cierto es que esto fue lo decidido y a las primeras luces del 4 el comandante ordena levar ancla y poner proa al Este. No había opción, se deberían arrimar a la zona candente, el primer e inevitable punto de marcación para cualquier buque que penetrara al Plata desde ultramar: el Polonio.
Las condiciones del mar permanecían inmutables y parecía que el estío se hallaba muy firme pues ya hacía más de una semana que no había lluvias ni desequilibrios atmosféricos significativos en toda la zona. El comandante bien conocía el teatro en el que ahora incursionaba pues no en balde lo había relevado en dos oportunidades, tanto por la costa en su primera vez con Alvear, como no hacía mucho en sus labores de levantamiento hidrográfico. También asumía las poco ortodoxas condiciones del clima platense con sus peligrosos y vertiginosos cambios. Suponía muy bien que este estado del tiempo daba para una rotura sorpresiva, pues el calor, la seca y la predominancia constante de los soplos del norte deberían originar en cualquier momento un reventón, un temporal, un pampero sucio como los tantos que había capeado en su marinera vida. Pero ello nada reflejaba en contra de su pensamiento solo fijo sobre el horizonte.
La navegación de esta jornada puso al velero sobre la vista del Polonio y su especial entorno. La bucólica imagen del verano atlántico hacía ver sus bondades en este teatro tan solitario por lo que esa noche se decidió fondear al abrigo de la ensenada Oeste, cobijado el buque por la masa del Polonio, pronto a darse a la vela a cualquier alarma. Se permanecería en tal disposición hasta varias horas antes de la aparición del astro rey, cuando aparejarían inmediatamente hacia el Sur, para efectuar una larga descubierta océano adentro, recurso plenamente favorable como para delatar la presencia enemiga.
El comandante pensaba sorprender cualquier vela extraña, silueteada contra el sol, mientras el místico permanecería en la vaga oscuridad del poniente. De tal forma, dado el aumento algo súbito del oleaje, a las tres de la madrugada del 5 el SAN IGNACIO DE LOYOLA levó anclas y prontamente dejó atrás la costa adentrándose en el Atlántico.
Soplaba ahora una fuerte virazón que a veces hacía flamear a las dos grandes velas del místico que se mantenía constante en un rumbo marcado hacia el S. S. O. Se debería efectuar una penetración de algunas millas para otear en forma convincente el horizonte, apenas amaneciera. Pero se notaba un cambio atmosférico señalado. Alguno dijo ver un breve relámpago en el horizonte Sur y otro escuchar un trueno en lontananza. Sin embargo el velero siguió en forma sostenida, ciñendo perfectamente ahora una suave aunque constante brisa Sur.
Lentamente la luz solar fue abriendo brecha hacia levante. Nada, ninguna vela, solo el ilimitado océano austral. El viento parecía ahora rolar en ráfagas muy fuertes, ora al Sur, ora levemente al Oeste, pero nada hacía indicar un súbito mal cariz, pues en definitiva, aún la oscuridad taponaba la visión del poniente. Pasaban más de la cinco y treinta y ya el comandante reconocía que se venía un pampero, cosa no muy alentadora en tamaño momento; pero aun debería esperar alguna hora mas como para tomar alternativas.
El místico, a medida que los soplos aumentaban en intensidad, parecía responder bien al cabeceo, pero molestando a los encargados de la maniobra, dado que el braceo se hacía cada vez más dificultoso por el continuo movimiento.
Ya abierta la mañana se observó a poniente una gran masa nubosa, negra y amenazante que desprendía altos cirros que avanzaban raudamente. El comandante decidió esperar un poco y seguir este rumbo hasta que el viento lo permitiera. Luego buscaría correr la tormenta hacia el Este, dado que otro camino no quedaba ya expedito. En fin: ¡cuantos temporales había aguantado en sus singladuras rioplatenses! Este sería uno más de los tantos soportados. Bien recordaba aquel verdadero ciclón que en el verano de 1800 se había abatido sobre buena parte del Pata. Lo había sorprendido a la altura del Arquímedes en trabajos de relevamiento. En esa ocasión el falucho NUESTRA SEÑORA DE MONSERRAT había dejado bien alto los prestigios de las velas latinas, pues había corrido el temporal bien al largo y con poco trapo; pero se estuvo seis días en plena mar.
Ahora la visión de lo que se avecinaba atenazaba el alma. Sin duda que antes del mediodía se desplomaría el temporal sobre esta zona. En un amplio arco entre el Sur y Oeste ya no existía horizonte y se juntaban los colores, las nubes y el mar, cruzados fantasmalmente por los relámpagos. El comandante sopesaba el momento de poner proa al Este y ahora juzgaba abrirse algo más de la costa que se hallaba a unas buenas 15 millas, para posibilitar en tal circunstancia virar a sotavento con buen margen dada la cercanía de tierra, evitando un abatimiento muy pronunciado. También podía virar de través. Pero en esto último se hallaba en disyuntiva, pues no confiaba mucho en ese bendito trinquete como para bordear con un viento cada vez más duro y ciertamente cualquiera de las dos maniobras configuraban de por si un grave peligro.
Había de aguardar a penetrar más aÚn aguas al Sur para tener campo de por medio. ¡Tremendo espectáculo daba el Atlántico con sus largas olas, cada vez muy altas augurando horas muy movidas! A su vez el viento aullaba entre las velas, quizás ya sobre los 60 nudos, cosa que hacía vibrar la arboladura entre cada guiñada poniendo a prueba todo, buque y hombres en un movimiento sin fin. Para empeorar abruptamente comenzó una fuerte lluvia que cortinó la visión de poniente haciendo caer una extraña oscuridad sobre el espectáculo. Finalmente ya sobre el mediodía el comandante dispone la maniobra para virar por redondo de cara a obtener el rumbo más favorable como para enjugar la difícil posición. Se reduce rápidamente la vela de mesana, timón a estribor y se coloca en facha la vela del trinquete.
Todo parece comportarse bien. El místico comienza a virar poco a poco, acostándose gravemente a pesar de que el oleaje le hacía embarcar mucho agua por estribor, mientras el viento aprieta al trinquete, silbando entre el cordaje. Pero, súbitamente, esa desgraciada vela comienza primero a flamear, a causa de los ramalazos del viento, cosa que inevitablemente provoca el latigazo, pese a los vanos intentos que se hacen para henchirla al viento. Y acaece lo temido: la fatigada lona se rasga con un sonido seco que corta la respiración. Atento a ello el comandante ordena arriar aún más la vela de mesana y con un golpe de timón logra que el viento la llene al completo. Una empopada perfecta; pero con el peso en contra de poseer ahora solo una vela en uso.
Sería difícil gobernar el barco a tenor de lo que se avecinaba. Sin duda un momento desesperado a la luz de que no había piezas de respeto como para izar una vela similar, por lo que ahora todo descansaba en que el buque lograra ir repasando la costa y así seguir el viento medianamente al largo. No había otro rumbo pues ya las condiciones del mar ofrecían olas de aspecto montañoso, altas con grandes crestas que demoraban en romper. Aguas de una coloración gris que penetraban en fríos rociones a bordo del velero que parecía responder bastante bien a la firme mano del comandante, ahora al timón.
El velero se mantenía bastante bien sobre su única vela, pese a los bandazos, aunque ya se notaba que la deriva hacia la línea costera aumentaba peligrosamente. ¿Quedarían como juguete de Eolo? Para impedir tal circunstancia, que suponía un seguro naufragio en la peor de las condiciones, o sea contra los bajos de una costa irregular, había que lograr izar algún trapo de ocasión en el trinquete, cosa que se juzgó imposible ante el estado del palo, no solo por su inestabilidad sino porque los vientos ya había hecho lo suyo con los cordajes.
La posición del buque no podía ser peor pues para colmo las ráfagas parecían rolar cada vez más al Sur, con lo cual su fuerza caía de través, acentuando el abatimiento hacia tierra. El comandante, minuto a minuto iba reconociendo la gravedad del momento. Suponía que si lograba repasar el obstáculo del Polonio se podría seguir corriendo la tempestad con proa libre. Por ello su vista se dirigía hacia la costa. En un desfogue de la lluvia había logrado entrever las alturas de Narváez y mas allá la masa semioculta del Polonio. Muy cerca. Esto último ya era percibido en el notorio cambio del oleaje, ahora más agitado y profundo en su evolución, cosa propia de las aguas al hallarse en la deletérea cercanía de la costa.
Al rato ya se percibía el amplio seno de la ensenada del Polonio, casi cubierto su horizonte visual por las encrespadas olas que a gatas dejaban ver sus rompientes, ocultas por las blancas espumas de sus crestas. Por proa se veía el flanco oeste del prolongado cabo Polonio, obstáculo que el velero debería repasar para salvarse. Pero los elementos iban obrando en su contra. La lona de mesana se hallaba en jirones y parecía sucumbir, el agua había penetrado en la obra viva suponiendo mayor peso que agravaba la deriva, mientras el casco sufría por el cabeceo al encapillar, cada vez más, un oleaje endemoniado cuyos golpes hacían crujir el maderamen.
El proceso que enfrentaba el buque conformaba toda una agonía: el velero se montaba en cada ola y cuando se precipitaba por su seno recibía el impacto de otra que inundaba la cubierta. Desde tierra la vista del barco debería causar pavor; pero nadie habitaba esa costa. Si se dirigía la mirada a popa se observaba la figura del comandante, aferrado al timón, con su rostro extrañamente tranquilo pese a la escena que lo rodeaba. Resuelto a lograr pasar el Polonio, juzgaba posible que dado el rumbo que a duras penas sostenía su buque se podía jugar la baza de pasar entre las rocas de la isla Encantada y el Islote Sur, esperanza que se podría mantener mientras el velero tuviera todavía algo de gobierno. Si ello se daba el barco bien podía embicarse en el suave talud de la ensenada de la Calavera que se hallaba casi al socaire de la ventolera. En ese caso había que picar el trinquete poco tiempo antes de penetrar por dicho pasaje para evitar que el viento Sur hiciera abatir más aun el barco hacia los islotes. Y así se procede en el medio de un dantesco panorama mientras una gran ola se monta sobre la amura.
¡Hombre al agua! Nada se puede hacer por el desgraciado. En ese trance el buque parecía navegar a los tumbos en el medio de un mar de fondo, cosa provocada por la estrechez del paso. El comandante sabía de la existencia de un bajo pedregoso en el mismo centro del pasaje. Ya lo había reconocido en sus tareas de relevamiento años atrás. Cabía una pequeña posibilidad de salvación. Ya se oían ruegos a la Virgen del Carmen mientras la visión del escenario resultaba a todas luces alucinante.
Las rompientes sobre el Islote eran de tal magnitud que sus salpicones repasaban su masa. Y todo en el medio del mugido de las aguas, monocorde sonido que todo lo cubría. En un momento, tan largo como el tiempo, el desarbolado buque quedó enmarcado en el estrecho que parecía cruzar con buena fortuna. La bullente mar lo bamboleaba con crueldad pero ello no lograba variar su afortunado rumbo hacia aguas abiertas. Empero, repentinamente se oyó un seco crujido desde la profundidad de su obra viva, un golpe de quilla contra las afiladas rocas del bajo. Raudamente ceden las maderas y el casco se deshace desapareciendo las estructuras del velero como tragadas por las olas, mientras los hombres caen al torbellino de las aguas, sin esperanza alguna en un teatro de muerte.
El comandante se dejó llevar por la marejada y solo algo luchó, por instinto. Quizás no había otra senda mejor para su alma. Quedar para siempre en este amado Plata, y es muy posible que en esos postreros segundos de su vida, haya sentido en espíritu el más acabado reconocimiento del deber cumplido y la coherencia de su existencia marinera dado con tal final.
Prof. Alejandro N. Bertocchi Morán
bertocchimoran@hotmail.com
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