Tropero
Soy un viejo caminando por la playa – siempre viví cerca del mar - y releía mi vida, desde aquella feliz infancia en un pueblito del interior, mi adolescencia, mi desarrollo, mis estudios y capacitación para enfrentar la vida, las limitaciones: familiares, sociales, del país... El agua y el fuego, son imágenes cambiantes que agitan la mente.
Cuántas cosas han cambiado en tan breve tiempo... la conquista del espacio, las comunicaciones, Internet, la globalización cultural, la gasificación del medio ambiente, el deterioro ambiental en el mar, ríos, campos, ciudades. El hombre que se vuelve sucio.
¿Cuál será el mundo que vivirán mis nietos? Si pudiera contarles mis experiencias, tal vez fueran ayudas para sobrevivir un mundo mejor. Pero no los voy a ver, nuestros espacios son demasiado lejanos en el tiempo – el hombre vive demasiado poco para tanto que hay que aprender. ¿Y si les escribiera? ¿Me escucharán? Les diré que voy a hacerles un relato pero será, ni más ni menos, que mi propia vida en un sueño, en un día de lluvia.
Mis abuelos emigrantes llegaron al país en 1870, empujados por la pobreza europea de ese momento y marcharon al interior, buscando valles añorados, casando a sus numerosos hijos entre paisanos que se abrieron camino en la novel república como artesanos, maestros, comerciantes, campesinos, orfebres y todos los oficios que sus mayores ya conocían.
Nací con el comienzo de la década del 30, cuando la crisis mundial también llegaba hasta nosotros y que mis padres – ambos maestros - enfrentaron con natural modestia. La infancia de los pequeños pueblos es pobre: bolitas, pelota de goma, aros, cometas y los de la parroquia, después del catecismo.
Ayudábamos con mi hermano menor a nuestro padre, en la distribución de diarios, un complemento a un magro sueldo público; mucho después supimos que los maestros, la salud y la justicia, con la policía, son los más mal pagos, seguramente para mantener una hegemonía indebida, propio de países subdesarrollados.
La secundaria, no todos podían, había que emigrar, así llegué a la capital con 17 años, muy asustado, responsable de mi hermano de 16. La primer parada, compartiendo una pieza de conventillo frente al Hospital Maciel, me hizo conocer el ambiente del Mercado, el Puerto, mujeres ligeras – que en mi pueblo veía de lejos - conocí El Capitol - donde “paraba” Bibiano Zapirain, puntero e ídolo de Nacional - el Boston y supe “garronear” favores y que la juventud tiene un valor de uso y también fugaz y me preguntaba por aquellas noviecitas de los 12/13 años que habían quedado atrás.
El “negro” Alcides, morocho simpaticón, entrador, era el “capanga” de la estiva y compañero de pieza, nos vio tan guachitos, de campaña, que nos dio protección y enseñó a sobrevivir en aquél ambiente: la “pasada” por los puestos, charloteando al puestero y “arrastrando” verdura, fruta, algún chorizo y sobre todo, cuando citaba al mostrador a algún ejecutivo que esperaba un embarque – pactando condiciones - mientras nos hacía servir copas y yo observaba – con desprecio - aquel gordo panzón, con papada y dedos llenos de anillos.
Me quedaron grabadas ambas cosas: “el tipo” y los ”medios” de vida, porque los años me enseñaron que era una condicionante ciudadana capitalina. Pero una tardecita, volviendo de la Universidad, gente amontonada en la esquina y en la ochava, sentado contra la misma, agarrándose con ambas manos el triperío, el “Tabita”, que al verme me espetó “buscá al negro, me dieron”...
Era el cuarto compañero de pieza, siempre en pinta, nunca supe que trabajara y allí me enteré que era un “gigoló”, pues en mi pueblo para mi que no existían. Me asusté, pero advertí lo que pasaría; busqué a mi hermano antes que llegara la policía, arrollamos los colchones con la poca ropa que teníamos al medio y .hasta el primer tranvía, rumbo al Cordón, donde conocía amigos en pensiones y donde aparcamos un tiempo, en alrededores de la Universidad.
Para entonces advertí que los costos se hacían pesados para nuestros padres, nos seguían dos hermanos más, así que me presenté como estudiante de Derecho a aspirante a un puesto en el Poder Judicial y lo logré.
Corría el año 50 y los montevideanos eran ricos con los saldos de las guerras mundiales - jamás pensaron, hasta hoy - que no era mérito propio.
Viajaban casi siempre a expensas del estado o favores parecidos con créditos blandos; se consumían cosas innecesarias y se hacían obras improductivas, se aumentaban los empleados públicos sin atender mejor los servicios y reinvertir en las mismas empresas que monopolizaba el estado.
Comencé en un Juzgado de Menores, 30 empleados – más de la mitad mujeres, apellidos conocidos – algunos políticamente -, pocos conocimientos de derecho, dactilográficos, etc. Visité las Colonias Berro, Suárez; abandono total, guardianes que intercambiaban menores novatos, para ser violados, por dinero; quejas, inspectores que alegaban imposibilidad de remediarlo y que “siempre ha existido”; mi pedido de traslado y pase a Instrucciones – donde apercibí la connivencia de policía y judiciales - y sometimiento de Jueces que esperan recomendaciones políticas para ascender.
Regresé a Maldonado – con igual cargo - “todos quieren venir a Montevideo y Ud. pide al revés?” También duré poco – el sobresueldo había que ganarlo “extra” y mis padres me habían enseñado de otra manera: siempre les agradeceré haberme hecho “hacer calle” con los diarios, tan joven, así como a obligarme a leer un capítulo de El Quijote como precio de irme a futbolear. Aprendí a leer.
Hoy sé que nada ha cambiado en más de 50 años, solamente el escandalete periodístico. Valoré y en mucho el tipo de vida que acá llevábamos: una zafra veraniega de tres meses que a todos nos remuneraba, pues desde los 15 años conseguíamos algún trabajo que nos ayudaba para el invierno. Sin darnos cuenta, fuimos una gran clase media, sin dependencia de políticos ni caudillejos rurales.
El turismo fue nuestra salvación y lo asumimos con naturalidad, como algo propio, no soñábamos entonces que un día sería el motivo de rapiña ciudadana, cuando allí se terminara el despilfarro en que siempre habían vivido, subvencionados por el estado para todo y aprovechando su monopolio político, económico, laboral, educacional, de salud, deportes, culturales, y que nunca aprovecharon para un desarrollo mejor, más igualitario, y que hoy da pié a un sindicalismo facistoide, de ignorantes revanchistas totalmente ausentes de amor al prójimo y disfrazados de mesías.
Comencé una nueva vida, fuera del estado, volcándome con amor a lo nuestro: el mar y el campo.
También encontré mi antigua “noviecita”, aún soltera. Juntos hicimos planes; ingresó como Maestra en escuelas rurales, las más sacrificadas. Viajaba en tren para volver a la noche, la veía con sus botas de goma aterida de frío y sin queja, preparaba la comida para el día siguiente. Hice corretajes de todo tipo, por las ciudades cercanas, en una moto de 50 cc. Después me endeudé comprando un viejo auto para taxi en la península, cuando Perón no dejó venir a nadie. Perdí el taxi y lo que había entregado. Me volqué a negocios rurales, de Feria, ingresé a la Caja Bancaria que los administraba; con tesón, esfuerzo, sin mirar horarios y apoyo de mis compañeros, pasé a la Gerencia y comenzaron los preámbulos políticos en el país, que desembocarían en una Dictadura.
La gremial se había convertido en un partido político solapado, lo de menos eran los propios problemas gremiales; advertí claro lo que iba a pasar y que nos iban a utilizar de carne de cañón, como así fue. Me sentí obligado no presionado pero si comprometido, a ser solidario con mis propios empleados y acatar la huelga, que disparatadamente reclamaba un aumento salarial de un casi 25 %. Antes fui a la capital, hablé con el Gerente General y se lo expuse: su asombro, preguntándome ¿porqué? Entre 33 Gerentes, yo debería estar entre los primeros diez y en un pueblo de chismes y chimentos, entre tres Bancos, yo no estaba tan mal, pero lo acepté aunque antes lo comenté con mi otra mitad - ya había hijos - que me dijo “lo que tú hagas está bien”, pero en el arrastre también perdió su Secretaría con 25 años de excelentes calificaciones.
También marchó la casa que nos había llevado tres años construirla, con préstamos de usura, arrendamientos de verano mientras los cuatro nos metíamos en un garage con baño, típico de la zona. Los préstamos de vivienda en nuestro País no existen. En la capital, sus habitantes consuetudinarios expertos en el “no pago”, han fundido los bancos especializados en el tema, mediante la mora consuetudinaria, amparándose en una inflación continua, para a través del tiempo amortizar con la décima parte de lo recibido. Esto no ha impedido a los especuladores, - arreglos privados por medio - construir a través de la rambla de Pocitos, en Montevideo, grandes “palomares” de hormigón, vendidos en tal sistema. Lo mismo, en zonas veraniegas residenciales, estaba prohibido. Los privilegios siempre han sido capitalinos.
Hoy nos preguntamos si valió la pena el sacrificio, vimos a tantos y tantas que se beneficiaron sin el menor riesgo y otros, muy rebeldes, ahora encumbrados.
No hay registros de los que no murieron.
Algunas veces se juntan muchas cosas, a veces demasiado cuando uno está “blandito”.
Como aquella década del 70, tan infame para los uruguayos, la dictadura, no sé... la presión que sentíamos por la radio, la pérdida del empleo, quedar afuera... y me tocó, algo muy duro en la vida de cada uno de nosotros. Perdí mi madre, en condiciones muy dolorosas. Al tiempo mi hermano. Con un vía crucis de asistencia médica interminable. Tuvo que pasar por un trasplante, cuando entonces era poco menos que ir a la luna.
Aquel viejo compañero, compinche, hicimos la vida de estudiante: nuestras juventudes, coladeras, novias, fútbol; hay Dios, no sé. Penurias de pesos, que siempre solucionábamos con habilidad, sin hacer daño, que disfrutamos juntos, que nos casamos casi juntos. Igual sucedió. Sufrí mucho. Fue bravo.
A veces, uno cree encontrar refugio donde no debe. Como en todos los lugares chicos, hay boliches, picadas. Van los mismos tuyos. Yo en ese lugar me hice asiduo, mi otra casa. Un boliche escondido, con escalón, como para que no entren los paseantes. Allí venían todos: ferieros, bancarios, comerciantes; en la época de oro; porque nosotros o yo mismo, creíamos que era de oro. Todo eso, me hizo esa rueda de amigos, que en realidad no eran amigos y ahí... tengo que decirlo, fui buscando refugio, y copas, fáciles. Cosas que no tienen sentido porque nunca van a solucionar tus problemas. Te escondes, haces la del avestruz...
Y bueno, en eso seguí, esa década del 70 fue infame para mi. Para mi y para muchos uruguayos. Sin trabajo, sin hijos, sin la familia, sin apoyo. Sin horizonte, adonde ir. En fin, así seguí. Hasta que un amigo, la verdad, de las épocas pescadoras... un pescador, con la damajuana de vino al lado... qué Chiquito,... ¡¡¡lo quiero tanto.!!! Y bueno,...me fue a buscar. Ceremonioso me dijo “vengo a invitarte a una reunión”. Me miró y advertí que estaba impecable, bien vestido, aseado, peinado. En los ojos le ví, que me miró con lástima. Ese día, le prometí que si, que iba a ir. Y me llevó a la comunidad de Alcohólicos Anónimos. No sabía que ese día comenzaba a vivir de vuelta. No sabía. Tampoco sabía porqué llevaba muchos años en lo mismo y en donde estaba metido.
Yo creo que quien tiene una adicción, es un enfermo, que lo ignora, que no puede salir. Que vive chispazos, chispazos que le dicen que está mal y que también tiene esperanzas de salir, porque no; tiene toda una vida anterior e interior, que lo empuja: los suyos, sus hijos, su mujer, la familia, su entorno. Bueno, supe entonces, que esa, era otra clase de amigos. Nada que ver con los anteriores. Tampoco nada que ver con una jerarquización social, económica. No, nada de eso.
Una de las primeras lecciones que yo tuve de humildad, que me enseñó que tenía que desnudarme, fue un día que me impactó mucho un compañero. Las cosas que dijo me tocaron, me llegaron al alma. Cuando terminó la reunión, le dije te llevo. No, no, yo siempre voy a pié, me decía. - Está lloviendo. No importa, estoy acostumbrado. - No, ayúdame, yo te llevo, charlamos. Me fue guiando, nos alejamos del centro de la ciudad. Fuimos llegando a una zona boscosa y dijo déjame acá, que por ahí voy. Pero cual es tu casa, yo no veía nada. Me miró: aquella, me dijo y señalando “un bendito” que había en el medio del bosque, me di cuenta, que allí vivía, que allí dormía . Que era el triste final de una vida de alcohol, sin ambición, lejano, ausentía de trabajo, pérdida de familia. Lo miré, me adivinó los ojos. Nos despedimos, no sé. Sentí vergüenza, me sentía culpable. Pero yo supe que él, de alguna manera, me lo dio a entender que yo también iba a llegar a ese destino. Es terrible, tener una adicción, no buscar salida, no encontrar apoyo. Han pasado muchos, muchos años, pero yo esos hermanos que tuve, jamás los olvido.
Cada tanto voy –muchos se han ido del todo- pero yo los sigo observando, queriendo, intentando devolverles algo de lo que me dieron. Eso entre nosotros, tiene que existir a un mayor nivel. Cuando uno es joven, cuando precisa apoyo, cuando hay situaciones terribles como fue toda una década de oprobios, ensañamiento, amenazas, miedo. Oh no, eso tiene que existir. Es una cadena, un apoyo moral. Tenemos que contarnos, hablarnos, sino, sólo, sólo no sale nadie. Bueno, eso también fue otra parte de mi historia.
Previo bautismo en el Batallón, me fui al campo, siempre endeudado, tambo, privaciones, frío, soledad, - ese menosprecio que los citadinos han tenido siempre por la gente de campaña sin energía eléctrica y por ende escasos de agua, sin caminos, comunicaciones e irónicamente beneficiarios directos y mayoritarios de los resultados económicos. Otra vez en mi vida viví una experiencia que me marcaría resentimientos contra algunos de mis compatriotas.
Pero seguro la vida te va dando otro tipo de satisfacciones – compensatorios - es como si estuvieras tallando una madera, dándole forma - con paciencia, después de muchos años tendrás una escultura y la mirarás con deleite, regocijo, recordando cada una de aquellas cicatrices que te fueron agarrotando las manos; esas manos que la mayoría de nosotros no cultivamos desde la niñez, porque todos vamos a estudiar para “Dotor”.
La vida en el campo – casi siempre sin dinero, con escaceses - es fruto de una mala distribución de la tierra en el país, que siguió una política de herencias por favores coloniales. Hoy son casi 200 mil kilómetros cuadrados, pero entonces, con la Mesopotamia y el sur de Río Grande (Brasil), ceder 100 mil o 200 mil hectáreas a algún militar/político de destaque, no era oneroso, el campo no tenía valor, sino el ganado. Hubieron apellidos que hasta los homenajearon dándole sus nombres a las calles de la capital. Perduran algunos apellidos, así como los campos que pertenecían a las familias, aunque se han subdividido y muchos no los trabajan, percibiendo solo sus rentas.
También las hubo que pasaron a manos de sus capataces, los dueños viajaban, también representó un trampolín social para campesinos pobres, que incluso llegaron a puestos de gobierno.
De ahí surgieron todos los beneficios de 3 millones de personas, pero que generaban solamente la mitad. La otra, manejó dinero, préstamos, venta de útiles, beneficios, la aduana, rentas – desde la capital - y mediante el invento de retenciones sobre lo producido, subvencionó una supuesta industria – arcaica, primitiva, no competitiva con la de países desarrollados - que le daría ocupación a un excedente de población que se negaba a salir de la capital.
Presidiendo el gobierno uno de los Batlle, llamaba a la gente del interior a “bajar” a la capital, que sería industrializada; fue el período de mayores retenciones a la carne y lana, también la despoblación de mano de obra del campo, que duró hasta que bajaron los precios internacionales de la materia prima y por ende los porcentuales que subsidiaban una industria artificial, que se vino abajo. Abandonadas las fábricas, quedaron en ella viviendo los que antes eran sus obreros y sus familias y provenían del interior.
Los gobernantes de turno nunca pensaron primero, en establecerlas en el interior y después adaptarlas a lo propio. Las urnas de votación, “en el barrio”. Y lo peor, que calmaron a muchos reclamantes dándoles empleos públicos innecesarios que al principio no pesaron, pero cuando superaron lo producido por la propia empresa se hizo imposible prescindir de ellos: no sabían ni servían para otra cosa y además pesaban en el resultado electoral.
Utilizar métodos drásticos sería provocar reacciones violentas.
En Turquía se hizo, pero acá, se habían seguido ideales teóricamente justos, pero ninguno ganado por esfuerzos, sacrificios, y una imposición militar no parecía la más adecuada. Son pueblos y culturas diferentes. Me tocó vivir la experiencia.
Soy un convencido de la alfabetización impuesta – los seis años escolares por obligación - y con el certificado correspondiente, la habilitación para votar. El que no sabe leer no tiene derecho a voto, evitará resultados artificiales.
Pero además, aunque va en la actitud de cada uno, hay que inculcarle a la gente que cualquiera fuera de los círculos universitarios puede adquirir conocimientos; desde el que corta césped aprender jardinería, hasta el que está en el campo sobre praderas, forestación, manejo rotativo de animales, y todo lo inherente.
Adquirir libros debe ser una constante, que supla las carencias de los medios de comunicación nuestros, monopolizados comercialmente y de muy baja calidad. Menos Jénnifer, Jhónatan. Cumbias. Más cursos elementales de manejo de la familia.
Como cualquier uruguayo de clase media, seguía buscando mi ideal de vida propia y ese campito que me permitía apenas sobrevivir lo acompañaba – como todos los lugareños - con temporadas zafrales del turismo puntaesteño - y que como cualquier lugar de concentración de turismo extranjero de gran potencial, hay personas que se intercambian contigo en la playa, short y alpargatas y tal vez sea uno de los Rockefeller.
Yo soñaba con aquella estancia que no heredé y que justificaría la rentabilidad que no da un campo chico, así fue que relaciones, actividades inmobiliarias, quedé administrando una estancia de mil y algunas hectáreas en las hermosas costas del Cebollatí, Dpto. de Lavalleja, campos, tierras, y gente buena si las hay, que seguro, como dice el poeta "si Dios baja a la tierra, lo hará..." entre las sierras de Lavalleja. Supe entonces que tampoco era así, por más esmero productivo que se aplique.
Nuestro país ha seguido una rutina exclusiva de unas pocas familias, emparentadas en forma consecutiva entre si, herederas de los patricios que sustituyeron a los españoles cuando estos se fueron y que manejan campos grandes, bancos, políticos, aduana y todo lo que vale la pena; el resto es lo accesible, con muchas dificultades, al que surge desde abajo. El sueño que cualquiera es Presidente es utópico. Los que lo hicieron, fueron bancados desde la sombra por entidades étnicas, religiosas, multinacionales, etc.
Si primara la cordura, un estudio concienzudo de la productividad de la tierra en cada zona del país, fácilmente establecería una unidad razonable para cada zona – no importa si son 3.000 has en Treinta y Tres o 700 en Soriano - lo importante es que quien la explota pueda realizar una labor productiva y a la vez llevar él y familia una vida decente.
Esos ajustes se hacen con impuestos – forzando la división de la tierra a futuro - controlando trampas Inter-familiares – que esa es la verdadera misión del Estado: controlar.
En medio de ese fragor, sin darme cuenta, gocé la naturaleza a pleno. Siempre quise los animales y la vida libre. Me escapaba de niño en San Carlos, por el puente ferrocarrilero, escondiéndome entre pilares cuando sentía el tren y regresando por la orilla del arroyo volvía por el puente vial. Arrastraba a mi hermano y los otros, le robábamos el bote al cura – Popeye - y lo regresábamos al lugar. El Domingo no comulgábamos, hasta que lo olvidábamos.
Esa Iglesia era mi refugio, recibía turistas los días de pampero que huían de la playa y por un billete de 50 centésimos hacía los versos de su historia.
Entonces no existían otros lugares de expansión para la juventud.
Pero en el Cebollatí perseguí nutrias y capinchos, más tarde los chanchos/jabalí que me mataban las ovejas. Supe intuir el olor de un zorro, prever el temporal, la crecida peligrosa que arrincona el bicherío, me amigué con perros – casi conversándonos en la soledad - y caballos, a los que amé más que a mucha gente. Tuve decenas – sabía cuál era su madre, su abuela, que padrillo y casi lo que iba a dar. La que más quise – la India - murió de 24 años. La lloré, la enterré y celoso cuidé su tumba de los peludos hurgadores – tiraba montado. Nunca me negué en eso, desde que tenía 16 años. Nuestros ancestros eran cazadores, mi madre me regaló mi primer rifle, más las advertencias correspondientes: “somos vascos – y además – honestos, trabajadores y porfiados”. 12 hermanos – mujeres y varones - compartían todo, juegos, cacerías, trabajo en el horno de ladrillos, estudios... sangre de emigrantes.
Siempre preferí las yeguas, pese a la tradición gauchesca del caballo entero. Son más resistentes. Nuestras mujeres también.
Lo que nunca hice, fue matar por matar. Las cruceras abundaban y me mataron algún potrillo. En sequías, buscando la humedad, el potrillo inexperto baja la cabeza sin advertir el rollito sobre la bosta, cuando va a beber y en un ángulo que su ojo no ve y “la brava”, con toda la ponzoña del invierno, va a la tabla del pescuezo. Una primavera maté 13, de más de un metro. Estaba enojado, me habían matado una potranca albina – nunca había tenido - pero después aprendí a convivir, respetar su espacio. Las veía antes y sabía si estaban para “tirarse” o no. Se aprende a vivir, cada uno en su lugar, todos tienen derecho. Lo triste es que no sepamos hacerlo entre nosotros.
Con el paso del tiempo, uno se va identificando con la gente rural; vida semi- aislada, entre la gente del propio campo y linderos o en el pueblo y la Feria, cuando las fechas lo indican. Esta simbiosis del hombre culturizado pero inexperto ruralmente, con el que sí lo es desde su niñez, pero carente de un horizonte extra aldeano y conceptualmente empresarial; funciona en la medida que administrador y administrado sean capaces de conjugar intereses manteniendo respeto mutuo de vivencias y derechos. Sería el ideal siempre que lo que llamamos patrón/empleado funcionara sin el enfrentamiento planteado socialmente como lucha de clases.
Sabía que Willi Brandt lo había intentado y busqué, tímidamente, hacer la experiencia en el Banco/feria, en la Inmobiliaria, y en el mismo campo. A fin de año, di porcentaje en utilidades al personal estable y más selecto, más en animales que dinero. Poco a poco fuimos entrando, cada uno, en nuestras propias vidas. La relación laboral del campo es sin enfrentamiento, más estrecha, más familiar, más amistosa.
También fui – sin darme cuenta - apreciando que lo importante no es ser propietario, que realmente eres Administrador de lo que la vida te dio oportunidad de tener en tus manos, que sea mucho o poco, eres tú quien lo maneja, el responsable, tendrás utilidades que te compensarán, pero no serán solo tuyas, también de quienes colaboraron: familiares, personal, asistentes, prestamistas del capital – tierra o banco - y que el Estado no puede ser un Socio tuyo, sino un vigilante de el buen destino de esa tierra, que en definitiva, es de todos.
Se dieron las circunstancias para tener praderas naturales – nuestro país – excepcionalmente - fue poblado primero por animales y después por gente y hoy el mundo contaminado no puede criar animales de carne sin forrajearlos artificialmente. Ese y algunos complementos menores, tendrían que ser los destinos de nuestra tierra y también la capacitación estudiantil de nuestra población – asegurándole acceso a ella. Lo demás: arroz, azúcar de remolacha o caña, soja, montes maderables de eucaliptos; todo eso es monocultivo, copias erróneas de otros países obligados a ello, y cuya comercialización está en manos de multinacionales que tienen el monopolio de los precios o artificialmente los hacen subir o caer, según su conveniencia o stock mundial.
Nuestra carencia de identidad nos ha llevado hasta eso: mirar lo extranjero como mejor. Nunca aceptamos nuestro origen bastardo para aplicar conocimientos y trabajos a lo que teníamos. Miramos países que venían no a enseñarnos y colaborar, sino a expoliarnos. Hasta nuestros antecedentes étnicos nos han ignorado. Aún recuerdo los comentarios familiares acerca de mi abuelo, Presidente de la sociedad, de la comercial, del Club de Fútbol; en su pueblo de adopción donde moriría de 90 años y a quien le ofrecieron la ciudadanía y agradeció contestando “nací español y muero español”.
Hoy, en España, a sus nietos, nos dicen “sudacas”, cerrándonos las puertas, contrariamente a lo que hicieron acá nuestros antepasados. Tiene que ser esto motivo mayor aún, para revertir el concepto despectivo del término. Estamos obligados a hacernos valer.
Tendríamos que haber integrado todo el país, de Norte a Sur y de Este a Oeste, con ferrocarriles prácticos, que llevaran pasaje y hacienda, mercadería y comunicación y con trochas similares a nuestros vecinos. Aún hoy hay lugares totalmente aislados, de producción inaprovechable. En cambio se hicieron carreteras, que obligaron mantenimiento, para vender vehículos cuyos importadores estaban sentados al lado de los gobernantes en la capital.
En el afán de aprender y apoyado por los verdaderos dueños, me trasladé a Patagonia y después a Tierra del Fuego. Lugares inhóspitos si los hay para la cría de animales – muy escasas pasturas, ausencia de agua en largas distancias y también de abrigos, vientos de un promedio diario de 60 km/h, nieve permanente en los meses más invernales – la pérdida de sólo un 10 %, es bienvenida - mapuches silenciosos, sufridos, con sus border-collies silbándoles según la orden, piños de 5.000 ovejas movidos de a pié. Esquila Tally-hay, prensa propia, embarques directos a Europa. Distancias enormes, soledad y silencio.
Gente dura, me dieron todo lo que tenían; querían saber cómo era lo mío y yo fui parco, recordaba sierras y valles, cañadas y ríos; me veía otra vez tropeando ovejas en su andar cansino, con mi yegua baya, recordando caricias lejanas y calculando el almacén del cruce que me daría aquella caña reparadora. Son otros pagos los nuestros, pero que lindos son.
En el mar, nuestro mar, también pasó algo parecido. Considerado el Quinto lugar del mundo – por variedad y cantidad - Buró de Paris - lo ignoramos totalmente, es más, le damos la espalda y en forma pirata lo aprovechan barcas vecinas y europeas y asiáticas. Tampoco nuestras costas se aprovechan hidrográficamente; irónicamente nuestros primeros pobladores: vascos, asturianos, gallegos – todos de origen marinero - no fueron aprovechados para la creación de pequeños astilleros – la madera paraguaya venía en jangadas - total, se carneaba una vaca para sacarle el costillar, pescar era trabajoso. Nuestra juventud – mayoritariamente vive frente al mar - ignora totalmente qué corrientes, vientos, bajíos, atraques existen en “su mar”. Nadie les enseñó; no existen cursos sobre el tema en la enseñanza del país.
Mi experiencia, como la de otros, es fruto de espontaneísmo artesanal y muchas veces lleva a los accidentes imprevistos. Me costó sustos y fracaso, por ende abandono. La Vikinga quedó en el olvido, rasqueteadas, calafateadas, palangres perdidos, un invierno de frío y poca pesca y poca plata. Se precisa equipo y mucho sacrificio. Tampoco tenemos una marina adecuada al mismo, priorizando ejércitos de tierra por motivos de política interna, como apoyo ilegal de gobiernos de facto.
Todo esto ha sido acompañado de una conducta cultural equivocada, volcando la educación a universidades de corte humanista, sin reparar en cosas prácticas, que en cortos plazos diera a la juventud acceso al trabajo. Todo esto no pesó mientras el mundo fue abundante, pero hoy se acabó, además sin contemplaciones; hay que cambiar las cosas, en una población acomodaticia, sin sacrificios. Un estudiante que deja la secundaria entre 18/20 años, ingresa en facultad, 6/8 años, algunos 10; fracasa laboralmente por incompetente o competencia excesiva (en el país no se planifican necesidades profesionales futuras), ingresa a la administración pública hasta su retiro y a los 65 ha acumulado 45 de mantenido por el resto de la sociedad. Casi siempre ha sido excedente y mejor pago por el título, en cualquier repartición del Estado.
Cuando deja la secundaria y no continúa estudios, se enfrenta al mundo laboral sin ninguna capacidad manual, técnica, artesanal, etc, que le permita acceder a un trabajo, valorándose. Se ve obligado a aceptar “lo que le salga”, muchos hasta el final de su vida laboral, sin sospechar que todos los aportes sociales para su vejez son desviados por el Estado en atenciones laborales de sus propios empleados y el retiro será magro, muy inferior a lo previsto y aportado. Irónicamente los que protestan no son los “futuros” beneficiarios, sino los que ya lo son y no tienen solución. Su saldo de vida está marcado.
Nuestras universidades tendrían que matricular cada dos años, - en Abogacía cinco - los nuevos estudiantes, ingresando los mejores previamente censados como necesarios para llenar necesidades públicas. El excedente tiene que ser pago. En Medicina, los egresados, para mantener la titulación, deberían ejercerla tres años a 400/300 km de la capital, tres a 200 y tres a 100. La salud de nuestra gente está muy ignorada, se ha convertido en un medio económico y de jerarquización social para quien la practica. Olvidaron a “M’hijo el Dotor”. Los cambios que se imponen serán resistidos. Se necesitará un Kemal Atartük. Pero además, que tenga respaldo. Nuestro país – con machacana insistencia - ha mirado el servicio militar como algo más que bélico, tiránico, propenso a la agresión...
Esto si fuera estudiado concienzudamente podría tener aspectos beneficiosos, para el Estado y cada ciudadano en particular. Nuestro ejército es profesional, costoso para un País chico y que aunque tenga fronteras extensas, parecería ineficaz ante poderosos vecinos. Ello ameritaría su reducción a un mínimo – muy profesional - con alta tecnificación y asentado en una población que hubiera pasado 2 años de reclutamiento – puede que semi enclaustrado o 1 y 1, es estudio de entendidos; pero con los años representa un ejército potencial en reserva. La historia muestra ejemplos.
Con el tiempo, cada ciudadano que pasó por ello, se lleva consigo una conducta de vida higiénica, ordenada, no dependiente de atención personal. La seguridad de esto estriba en que los profesionales que los eduquen no practiquen el viejo estilo militar del garrote, para hacer reconocer la autoridad. Un buen soldado no es sólo un estratega, sino además un ejemplo de vida social y familiar. En su mesa de noche, tendría que tener no sólo los libros preferidos, sino una biografía de Rommel.
Hay que llenar de escuelas todo el territorio nacional. Evocar lo que decía Varela: “educar, educar,...siempre educar”.
Todas cosas mirando al futuro, evitar que emigren nuestros nietos, como lo hicieran en el pasado nuestros abuelos para acá. Seguro que existirá una pequeña revolución: cómo hacerle entender a un simple ciudadano que sin sacrificio, capacidad y mérito, logró un empleo de oficina de 6 horas laborales durante 5 días y vive.
Esos son los momentos que hombres y autoridad competente, deben hacerse valer.
Fuerza y Libertad, era el credo político de Machiavello. La fuerza pierde nobleza separada de la libertad y esta sucumbe si renuncia a ella. Y mirar para adelante. Tanto reiterar un pasado equivocado no nos beneficia en nada. Si casi 200 años vivimos sin esfuerzo ni desgracias, hoy, hay países que con menos tierra, hacen milagros, porque los milagros los hace la gente. Sería bueno que leyeran el Breviario de Bertrand Russell, Autoridad e Individuo.
Cultivar idearios comunes, que enorgullezcan la identidad, no alcanza con el fútbol y “acarrear” mate por la calle; es algo más profundo que posturas de falsa humildad.
Y cada Departamento debe tener o buscar vida propia incentivando lo del lugar y cuando ocurran emigraciones internas incontroladas, aplicar un impuesto de radicación a cargo del lugar de origen, debitando/acreditando a cada Departamento sobre sus obligaciones nacionales. Será un premio a la pujanza y un castigo a la omisión. Igualmente estará muy lejos de compensar el desequilibrio que produce en todo el comportamiento social y vecinal. Me pregunto si este largo historial será válido dentro de 10/15 años. Si habrá habido una voluntad de cambio en la población – con una buena administración - para estimular nuestra juventud a quedarse, tener imaginación y crear cosas nuevas, que les den posibilidades de acceder al campo como medio de vida, sin términos de agio – la Banca, entre nosotros, es un socio indeseable.
Que repunte nuestra flota pesquera y por supuesto, toda la infraestructura de servicios que dará cabida a toda esa gente que no necesariamente puede trabajar en la vida fuerte, que es el campo y el mar.
Conozco por vida propia todo lo que puede lograrse con el turismo y ello me dio medios para dedicarme a estudiar primero y a realizar otras actividades después.
Muchas noches, las largas noches de los viejos y los enfermos, revivo todos los años que me llevó tanto tiempo vivir.
Cuántas veces replanteamos lo ya hecho. ¿Y si en vez de aquello hubiera hecho lo otro? Pero no, ya está y casi con placer, vuelvo a vivir cada rinconcito de los potreros.
Que “pinga” aquella yegua, la vez que el rayo centelleó la alambrada sobre el bañado y todo el ganado se me vino encima: se paró de manos, me vi bajo el agua, pero se aguantó y volvimos a las casas, chorreando agua, sudando miedo y el ganado afuera. El temporal seguía.
Si las cosas pudieron ser mejor o peor, ya no lo sé.
Pero si las condiciones generales fueran más parejas, muchos más y con menos sacrificio harían logros, para si y para el país. Tiene que haber cambios, no se puede creer que habrá un país productivo con oficinistas, intermediarios, prestamistas usureros, mercados inestables, ausencia de previsibilidad. No se debe prometer lo imposible, acceder a pedidos que implican no querer sacrificios colectivos. Presionar para que la carne tenga precio accesible – mercadería de exportación de primera, alta cotización en el extranjero - y no acostumbrar a la población al consumo de carne lanar, que en todo el interior rural del país se hace. Enseñarles los cortes y aderezos de origen sajón practicados en la Patagonia. Descartar en lo posible – según el lugar - al carnicero intermediario. No tiene función.
Arnold J. Toynbee (1889/1975), historiador universal, escribió en 1967 Between Maule and Amazon, para la Oxford University Press; dedicando el décimo capítulo The Campo al Uruguay, que había visitado el año anterior. Decía que era un pequeño país para parámetros europeos, con dos enormes vecinos, pero bendecido por la naturaleza, con extensas pasturas ondulantes, con algunos promontorios de granito o piedra caliza y que indudablemente ese era el Uruguay real. Lapidario, agregaba: su capital, Montevideo, es un parásito del campo.
Hay que enseñarle a la gente...todo. Hasta a pensar.
Ya no ando a caballo. Camino por la orilla del mar. Dejé de atropellar molinos. Con mi Dulcinea – una matriarca - compartimos el mate en el calor del hogar. Ella me ceba, ya no hay madrugadas. Sin hablar, sabemos lo que el otro piensa. Solo los que viven muchos años juntos conocen esta verdad. Pasan los hijos. Vienen los nietos. Pero la vida que construiste – todos los días - buenos y malos, con alguien querido y que sigue vivo; en los tramos finales, ya no cuenta con buenos o malos resultados, sino simplemente, el haberlos compartido: con tolerancia, aceptación y cariño.
Publicado por Equinox Latino America, 24 de Marzo de 2007.
Volver al archivo de Antonio Fernández Arosteguy