Rinaldi

De Banco de Historias Locales - BHL
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Los Rinaldi de Punta del Este




Tendría unos 6, 7 años a lo sumo. Despuntaba la década del 30, las calles eran de pasto y Dante Rinaldi andaba descalzo por la vida, cazando lechuzas con la gomera o jugando a la rayuela. Eso sí: había que estar de vuelta en la casa con la primera luz del faro. Porque si no aparecía don Plineo, su padre; se paraba en la puerta del rancho y empezaba a chiflar a pulmón lleno.

Qué descampado sería Punta del Este, que el silbatazo retumbaba varios kilómetros a la redonda y no había forma de hacerse el sordo. Y Dante corría con la lengua afuera hacia la casita de ladrillo y barro revocado, ésa con huerta en el fondo, un gallinero, dos vacas, un caballo y algún que otro lechón para fin de año. La misma casita que los Rinaldi empezaron a alquilar, por 300 pesos la temporada, a los primeros turistas que se aventuraban a estas costas.

"Mamá los recibía con un puchero de gallina y después empezaban a llegar el almacenero, el carnicero, el lechero... Todos iban personalmente a la casa a tomar el pedido de los recién llegados", recuerda Dante, de 81 años, viudo, dos hijos, tres nietos y auténtico nacido y criado de la península. Esa península que nació de la mano de las salinas, la faena de lobos marinos y las pesquerías, que se conocía popularmente como Pueblo Ituzaingó y que un día de julio de 1907, cuando el caserío empezaba a tomar forma de balneario, fue bautizado oficialmente como Punta del Este.

(...)

Allá por los años 30 la mayoría de los argentinos que llegaba a Punta del Este lo hacía en el flamante ferrocarril (hasta poco antes se viajaba en los vapores de la compañía Mihanovich). Y allí, en la estación, de gorra y traje azul esperaba paciente el amigo Dante Rinaldi, que a sus 14 años -antes de trabajar como operador del Cine España, y mucho antes de dedicarse a la carpintería- era mensajero del hotel Miguez y uno de los encargados de recibir a los turistas.

Llegaban estos últimos todos emperifollados y cargados de baúles (no, no eran temporadas cortas las de entonces: la gente se instalaba por no menos de tres meses). Y después, cuenta Dante, los señores y las señoras partían en taxímetro a sus respectivos hoteles, aquellos que marcaron todo una época en el almanaque local: el British, el Biarritz, el España, el Miguez, el Nogaró...

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Y sí, dirían algunos (¿o muchos?), Punta del Este ya no es lo que era...

Playa, orquestas y excursiones a caballo, programas que animaron a generaciones enteras.

"Es obligatorio el uso de mameluco enterizo para ambos sexos, debiendo tener pollerita sobrepuesta los que utilizan los hombres mayores de 15 años. La infracción a esta disposición será penada con multa de 10 pesos o prisión equivalente."

Menos mal que para 1935, año en que fue emitido ese edicto, las ordenanzas que reglamentaban los baños en Punta del Este eran mucho más suaves. Por ejemplo, hombres y mujeres ahora se podían bañar juntos en La Mansa, claro, porque La Brava era sólo para temerarios (los que se atrevían a entrar en el mar se sujetaban de cuerdas instaladas para tal fin). Pero aún había que llegar vestido a la playa (no era nada raro ponerse el traje...) y cambiarse en las casillas que hoteles y familias levantaban sobre la costa (las más ampulosas estaban en la playa del Plato, frente al puerto).

Sobre pilotes, en la orilla misma del mar, también se había inaugurado en 1930 un bar muy frecuentado, La Fourmi (o La Hormiga, en clásica alusión al otro bar popular de la época, La Cigale, La Cigarra). Después vendría la primera boîte de Punta del Este, La Fragata (1937), de Pancho Zalazar, y más tarde otros clásicos de la noche como Le Carrousel, Noa Noa y La Tromba, todos con sus orquestas en vivo y la presencia de artistas de nivel internacional (como los Cuban Boys o Cab Calloway). Y ni hablar de los famosos festivales de cine que Mauricio Litman, fundador del Cantegril Country Club, impulsa a partir de los años 50. Por allí pasaron artistas de la talla de Joan Fontaine, Gerard Phillipe, Walter Pidgeon, Yves Montand o Gina Lollobrigida, entre muchísimos otros.

¿Y de día? De día se iba a tomar el té a El Floreal o El Jagüel (aquí también se celebraban conciertos de música clásica y se bailaba el boogie-woogie mientras los más chicos patinaban), o se hacían largas cabalgatas a Portezuelo o la Barra de Maldonado, que por entonces eran verdaderas excursiones de campo.

"Punta del Este terminaba en Gorlero. Después eran todos establos", cuenta Armando Sagasti, vecino de toda la vida. Vecino de esa época en que todos se conocían -hasta el bañero Pipo Pescador era famoso- y a la operadora telefónica no había que facilitarle ningún número. "Simplemente se le decía ¿Me da con lo de tal o cual?", relata Armando. Esa época en que Gorlero era la única calle pavimentada y el España, el único cine, aquél donde todos aprovechaban para salir a fumar un pucho cuando se rebobinaba el rollo de la película. En que las empanadas de hojaldre de Madame Pitot eran imperdibles, El Mejillón estaba abierto las 24 horas, Mariskonea era leyenda y El Sargo se hacía célebre por sus mesas de fiambres.

"Y después, cuando la gente se empezaba a ir, íbamos a despedirlos a la estación de tren, simplemente para ver cómo se veían vestidos de traje y corbata", ríe Sagasti. El verano agonizaba y habría que esperar un año más para recibir los clásicos de Punta del Este.


Fragmentos de artículo de Teresa Bausili publicado en LA NACION el Domingo 10 de Diciembre de 2006




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